Después de unirme a Alcohólicos Anónimos, volví a beber un par de ocasiones, y no sucedió ningún desastre. Creí haber vencido al alcohol. Sin embargo, dos semanas después, de pronto, estaba borracho. No lo había planeado, ni siquiera había pensado en hacerlo. Simplemente comencé a beber y no pude parar hasta que perdí el conocimiento. Algo andaba mal en mí. Estaba enfermo de algo que me llegaba hasta lo más profundo del alma. No podía soportarme a mí mismo. No podía enfrentarme a nada.
Me arrastré de vuelta al grupo de A.A., y por primera vez escuché. Regresé a casa con la mente adormecida. Me encontraba otra vez ante algo a lo que no sabía hacer frente. Mi suerte no iba a cambiar. Yo era el que tenía que cambiar. ¿Podría? Dios, tal como lo comprendía, seguramente estaba disgustado conmigo. Había regateado, adulado y roto todas las promesas que le había hecho. ¿Cómo podía ahora recurrir a El?
Al sentarme en ese cuarto vacío, pude oír las palabras: “Tanto amó Dios al mundo… Tanto amó Dios al mundo…” Mis palabras parecieron haberme sido arrancadas: “Dios mío querido, ¿dónde voy a encontrar la fortaleza para superar mi alcoholismo?”
La voz que me contestó era tranquila y dulce hasta más allá de cualquier descripción: “Tienes la fortaleza, todo lo que tienes que hacer es usarla. Yo estoy aquí. Estoy contigo. Aprovéchame”.
Ese día volví a nacer. Me fue arrancada la compulsión por beber. Desde entonces, he encontrado en la sobriedad aquello que estuve buscando en la botella. Quería paz; Dios me dio paz. Quería ser aceptado; Dios me aceptó. Quería ser amado; Dios me aseguró que me amaba.
Alcohólicos Anónimos, Llegamos a creer… (Cap. 4: “Liberación de la obsesión”)