Cuando asistí a A.A., buscaba una tabla de salvación. Sabía que el alcohol estaba destrozando mi vida y la de los que me rodeaban, pero no podía librarme del poder que sobre mí ejercía. Había probado todo cuanto estaba a mi alcance: religión, medicina, espiritismo, remedios caseros, y todo, todo, resultaba ineficaz, aun los consejos de mi madre y de mi esposa. Ningún recurso ni remedio me había dado resultado positivo, de ahí que cada día me hundiera más y más en la arena movediza en que zozobraba.

Cuando empecé a beber, lo hice como todo bebedor social, aunque noté una mayor resistencia para la bebida que la gente que bebía conmigo. Eso me hizo sentir bien por ese prurito de muchacho inexperto que no conocía el riesgo que había de correr con la bebida. En aquella época se manejaba que si no bebías no eras hombre. Por supuesto, hoy lo veo de distinta manera.

Al correr el tiempo la bebida pasó a jugar un papel importante los fines de semana. Comenzaba los viernes sociales y terminaba el domingo. Más tarde se me hizo difícil levantarme para ir a trabajar el lunes después de un fin de semana tan borrascoso y, como se supone que “un clavo saca otro clavo”, nada mejor que una buena copa para calmar los nervios. Aquí fue donde empezó el problema en mi vida. Ya estaba el alcohol tomando un puesto prominente en mi rutina diaria.

 

A.A., Alcohólicos Anónimos