V. H. (se unió a A. A. A los 76 años) (I)

 “Ya no me divertía tanto bebiendo a solas y en exceso, pero tenía miedo de dejarlo”

 

¿Qué podía haber pasado?, me pregunto. Era una mujer afortunada por tener una familia, amor y estar cubierta de atenciones. El tiempo ha pasado. Ahora soy una mujer vieja, última hoja de un árbol genealógico, afortunada por poder disfrutar el concepto Alcohólicos Anónimos de una feliz sobriedad y por tener el amor y las atenciones de mis compañeros. Fue un largo viaje.

Yo era la chica que bebía leche en los bares clandestinos donde todos bebían ginebra de fabricación casera en tazas de té. Molestos por verme pedir siempre leche en vaso, los chicos me dijeron una noche: “Si vuelves a tomar leche, te llevaremos a casa”. Por complacerles, tomé una copa de vino tinto, aunque no me gustó su sabor ni su efecto, pensando que, si eso era emborracharse, no me interesaba en lo más mínimo. No obstante, volví a probar y, con el tiempo, los efectos acabaron resultándome agradables. Durante aquella temporada sólo bebía los sábados por la noche y en cantidad escasa, pues con dos copas tenía suficiente para un buen rato.

[…] Se revocó la ley seca y comenzamos a frecuentar los bares de barrio los sábados por la noche. Era cuando cobraba vida. Por primera vez en mi vida probé la cerveza, aunque enseguida me resultó insuficiente y “descubrí” el whisky. Nos divertíamos muchísimo hablando y riendo, y echábamos monedas en la máquina de discos para bailar. Después comenzamos a acudir a clubs de la ciudad. Durante la semana, cuando sentía pasar las horas tan lentamente, me acordaba de lo divertidos que era los sábados por la noche, de lo viva que me sentía. […] Fue entonces cuando, en una oscura tarde de cielo encapotado, bebí a solas por primera vez. ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Sin darme cuenta ya estaba anocheciendo y se acercaba la hora de cenar.

Al principio las resacas eran soportables y y aún era joven. Algo después ya empecé a despertarme sufriendo y comencé a tomar la copa de la mañana. Afligida por multitud de dolores, asistía a la consulta de un médico que, al fin, un día me diagnosticó: “Alcohólica”. Me quedé atónita y le pregunté: ¿Soy alcohólica? “Lo siento, pero sí”, me replicó y recomendó que me ingresaran en un sanatorio. Este fue el primero de muchos sanatorios. Allí hice amistad con una mujer que vivía en la misma ciudad que yo y que, cuando fuimos dadas de alta, venía a visitarme a casa y salíamos juntas a beber. ¡Estupenda recuperación!

Aquello acabó en un segundo ingreso, en un sanatorio que era un palacete de la zona norte de la ciudad, donde se aplicaba el tratamiento de “reflejo condicionado” a casos como el mío. Pero la nueva sensacion de rechazo al alcohol que ello me produjo no duró mucho tiempo.

 

Alcohólicos Anónimos, Tiempo para empezar a vivir