C. C. (se unió a A. A. A los 70 años)
“Siempre me creía menos que…
Así que me dediqué a conseguir la aprobación de los demás”
[…] En Hollywood yo veía correr mucho alcohol, pero no era para mí. No quería ponerme en ridículo como había visto hacer a otros. Así pues, me abstuve de beber. Y así seguí hasta que llegó una víspera del día de Todos los Santos[…] Había barra libre y la bebida legal, sin riesgos. Así que, cuando uno de los periodistas pidió un trago dije: “Lo mismo para mí”; y así seguí después. Me vino un calorcillo y la sensación fue estupenda. ¿Dónde había estado yo todos esos años? Mi esposa estaba allá, vestida con un traje de fiesta que habíamos comprado a plazos: un dólar de entrada y uno por semana. Cuando se sirvió la cena, la cabeza me daba vueltas. Al ver mi cara pálida y sudorosa, el fotógrafo del estudio y mi esposa me llevaron rápidamente al piso de arriba, al más espléndido cuarto de baño que yo había visto jamás. Arrojé todo sobre ese baño y sobre el flamante traje de mi bella esposa.
La experiencia me dio un susto infernal. Y mi jefe, que años después murió de alcoholismo, me echó un sermón: No debía nunca beber cuando trabajaba. Esa era la regla principal. Ese mismo día, hice la promesa solemne de que mis socios y colegas no me verían nunca más en esas condiciones. Y cumplí mi palabra. Bebía periódicamente. […] Poco después, a pesar de la vigilancia de mi esposa, solía traer clandestinamente botellas a casa, convirtiéndome en un bebedor furtivo y escondido. […]
Una noche a horas avanzadas, estaba recogiendo todas las botellas vacías que había escondido con intención de tirarlas, para que nadie las encontrara cuando muriera. Mientras las estaba reuniendo, subido en una silla, mi esposa me descubrió. Me encontré saltando al suelo, explicándole que yo era alcohólico –de 70 años– y que iba a ir a Alcohólicos Anónimos.
Al día siguiente, por supuesto, lo olvidé. Pero estaba acercándome al fin. Bebiera lo que bebiera durante esos meses finales, siempre me despertaba un poco después de la medianoche. Me dirigía a tientas hasta la silla y allí sentado, lloraba gimiendo en la oscuridad. Ya había experimentado vivir para beber, había experimentado beber para vivir y ahora, hombre viejo, estaba bebiendo para morir. Me pregunté: ¿Hay una vida después de la muerte? Luego, una noche, me vino un despertar. Me incorporé en la cama, diciendo: “No importa si hay una vida después de la muerte. La pregunta es: ¿Hay una vida antes de la muerte?”
Una noche no podía aguantar más. Experimenté lo que han experimentado tantos miembros de Alcohólicos Anónimos. Estaba harto de estar harto. Medio sobrio, me las arreglé para llegar a una reunión de A. A. cerca de mi casa. Había tocado fondo; había abierto mi mente para recibir ayuda y humildad. Estaba dispuesto a escuchar. […] Esa tarde, aprendí que la diferencia entre las generaciones puede ocultar algún parecido. Es decir, mientras yo tenía la misma probabilidad de recuperación que tenía una muchacha de 14 años, ella tenía la misma probabilidad de morir de alcoholismo que tenía yo. […] Y debido a que era un borracho triste me encantaba la risa. Como durante mi larga carrera profesional de agente publicitario había adquirido una amplia experiencia en la deshonestidad y el disimulo, podía captar fácilmente la sinceridad. Sabía que todo lo que oía decir era verdad y de todo corazón. Nunca me han dicho mentiras en A. A.
Alcohólicos Anónimos, Tiempo para empezar a vivir