A lo largo del propio devenir del proceso de rehabilitación, cada enfermo alcohólico integrante del Movimiento Internacional 24 Horas de Alcohólicos Anónimos vive una sucesión, no gradual, de pequeños (o grandes) momentos de conciencia, de situaciones de impacto en cada una de las cuales parece descubrir el “secreto” de la recuperación.

No cabe duda de que el primero de esos grandes momentos es la propia llegada a un Grupo 24 Horas. Nos acercamos en un escenario (muchas veces fugaz) de desamparo, de desesperación y desesperanza: el alcohol, aliado de los inicios, nos ha abandonado, nos ha hecho tocar fondo y hoy nos encamina “dulcemente razonables” a las puertas de Alcohólicos Anónimos. Allí, tras la derrota de vernos en la necesidad de pedir ayuda, y lo que esto significa para un enfermo alcohólico, sufrimos un primer impacto emocional: encontrar a otros enfermos alcohólicos (en ese momento aún no son compañeros) que nos entienden y brindan comprensión, nos hablan de un infierno similar, de un sufrimiento que ha seguido los mismos derroteros que el nuestro. Nos aseguran que un día llegaron igual, “a las gradas de la locura y de la muerte”, con la sensación cada uno también de ser “el más miserable de los hijos de Dios”.

En ese incipiente instante de conciencia descubrimos no ser los únicos que hemos vivido la desconexión de la sociedad, la incapacidad para integrarnos en un mundo al que en el fondo despreciamos, la sensación de sentirnos únicos, de vivir como “espías en territorio enemigo”, la añoranza del “paraíso perdido”.

Y de pronto sentimos, algunos por primera vez en nuestras vidas, que no estamos solos, que hemos llegado a casa, que tal vez ni siquiera seamos culpables (alguien afirma que “nadie, ni siquiera un alcohólico, es culpable de padecer una enfermedad”), y que tal vez sea cierta la oportunidad de “vivir una nueva vida, plena y feliz”.