Nunca pensé que el alcohol fuera a destrozarme la vida, pero así fue. Empecé a beber con amigos porque me sentía inferior y el alcohol me daba fuerza. Desde siempre tuve problemas, tanto en el colegio como en casa. Mi manera de comportarme no era normal, preocupado, angustiado, miedos. Me costaba enfrentarme a los problemas sin alcohol, los escondía, a los familiares nunca les contaba nada. Sólo cuando no podía más pedía perdón, con ganas de cambiar. Pero cada vez que empezaba a beber, algo arrancaba en mí que no podía parar.

Cuando el alcohol dejó de surtir efecto, empecé a combinarlo con drogas, por supuesto a escondidas de mis padres, aunque a la larga todo salía a la luz. Sospechaban, me preguntaban qué sucedía. Noches sin dormir después de días “de fiesta” en los que no llegaba feliz a casa. Mi novia me exigía un cambio, no quería un novio así. Yo me angustiaba y enfadaba. No sabía qué me pasaba, le eché la culpa a la droga, fui a centros, pero nada cambiaba. Acabó dejándome, después de días de pedirle perdón, de promesas de cambio, pero era imposible. Algo me faltaba.

La enfermedad me llevó a acabar con psiquiatras. Me decían que yo no era normal, pero nadie conseguía solucionar el problema. Mi madre intentaba ayudarme y a veces conseguía mantenerme días sin beber, pero a la mínima me iba y volvía a beber. Me advertían una y otra vez que de seguir así acabaría solo en la calle. Enfadado, no lo tomaba en serio.

Hace dos años descubrí que el problema era el alcohol. La enfermedad estaba destrozándome. Había perdido pareja, amigos, dinero, tenía deudas, problemas con la justicia, con mi familia… Ya no podía más, mi vida era un infierno. Me encerré en casa para intentar arreglarlo, pero no aguantaba. Se sucedían las discusiones, los ingresos hospitalarios cuando me escapaba a beber, las lagunas mentales. Mi vida se venía abajo.

Un día me internaron en un psiquiátrico. Allí no bebí durante un tiempo, pero al salir no era feliz: ver a la gente divertirse, hacer aquello que yo no podía hacer me llevaba a fugarme con la televisión durante horas. Tenía todo, ya que cobraba una baja médica, pero sentía que me faltaba algo. “Necesitaba” beber. Quise enfrentarme al mundo y divertirme… y terminé en el hospital, solo. No había nadie, la familia no me aguantaba. No me dejaban beber, me decían que no estaba bien de la cabeza. “¿Por qué yo no puedo y ellos sí?” Días después de otro ingreso hospitalario me enfrenté a mi madre: “Te avisé, ya no aguanto más”, y me echó de casa. Me vi solo, con una maleta. Desde ese día bebí sin parar, para olvidar mi vida, el pasado, hasta acabar hospitalizado con diarreas y temblores.

Así llegué al Grupo 24 Horas de Alcohólicos Anónimos, a punto de un ataque etílico, muy asustado. Me aseguraron que nunca más iba a estar solo, que tenía derecho a una segunda vida, útil y feliz. Lo que me prometieron se cumplió y, lo más importante, no he vuelto a probar ni una sola copa, ni a sentirme solo. Hoy tengo una vida.

 

Movimiento Internacional 24 Horas de Alcohólicos Anónimos