Cuando ingresé en un hospital psiquiátrico para un tratamiento intensivo, estaba convencida de que tenía una seria depresión mental. Quería ayuda y traté de cooperar. Al progresar el tratamiento, empecé a formarme una idea más clara de mí misma, y de ese temperamento que me había causado tantos problemas. Había sido hipersensible, tímida, idealista. Mi incapacidad para aceptar las duras realidades de la vida me había convertido en una escéptica desilusionada, revestida de una armadura que me protegía contra la incomprensión del mundo. Esa armadura se había convertido en los muros de una prisión, encerrándome en ella con mi miedo y mi soledad. Todo lo que me quedaba era una voluntad de hierro para vivir mi propia vida a pesar del mundo exterior. Y allí me encontraba: una mujer aterrorizada por dentro y desafiante por fuera, que necesitaba desesperadamente un apoyo para continuar.

El alcohol era ese apoyo, y no veía cómo podía vivir sin él. Cuando el doctor me decía que no debía beber nunca más, no pude permitirme creerle. Tenía que insistir en mis intentos por enderezarme, bebiendo las copas que necesitara, sin que se volvieran en mi contra. Además, ¿cómo podía entender? No era bebedor, no sabía lo que era necesitar una copa, ni lo que esa copa podía hacer por uno en un apuro. Quería vivir no en un desierto, sino en un mundo normal. Y mi idea de mundo normal era estar rodeada de gente que bebía; los abstemios no estaban incluidos. Estaba segura de que no podía estar con gente que bebía, sin beber. En esto tenía razón; no me sentía a gusto con ningún tipo de persona sin estar bebiendo. Nunca lo había estado.

Naturalmente, a pesar de mis buenas intenciones y de mi vida protegida tras de los muros del hospital, me emborraché varias veces y quedé asombrada, y muy trastornada. Fue en aquel momento cuando mi doctor me dio el libro Alcohólicos Anónimos para que lo leyera. Los primeros capítulos fueron una revelación para mí. ¡No era la única persona en el mundo que se sentía y comportaba de esa manera! No estaba loca, ni era una depravada; era una persona enferma.

Padecía una enfermedad real que tenía un nombre y unos síntomas, como la diabetes o el cáncer. ¡Y una enfermedad era algo respetable, no un estigma moral! Pero entonces encontré un obstáculo. No tragaba la religión y no me gustaba la mención de Dios o de cualquiera de las otras mayúsculas. Si aquélla era la salida, no era para mí. Yo era una intelectual y necesitaba una respuesta intelectual, no emocional. Así de claro se lo dije a mi doctor. Quería aprender a valerme por mí misma, no cambiar un apoyo por otro, y mucho menos por uno tan intangible y dudoso como aquél era. Así continué varias semanas, abriéndome camino a regañadientes a través del ofensivo libro y sintiéndome cada vez más desesperada.

A.A., Alcohólicos Anónimos