Desde el principio, la bebida interfirió en mi vida personal y laboral. Según hoy puedo percatarme, pasé enseguida la línea imaginaria que separa el bebedor fuerte del bebedor alérgico y el compulsivo alcohólico. Mis borracheras se prolongaban aun después del fin de semana, teniendo que beber muchas veces durante los días laborables, debido a la sed irresistible por el alcohol que me devoraba.

Me propuse arreglar mi vida. A pesar de esta resolución de ajustarme a una vida moderada, pronto volví a las andanzas bebiendo descontroladamente. Me daba perfecta cuenta de que era un hombre derrotado; de manera que decidí renunciar a mi empleo, pensando que un cambio de ambiente me sería favorable, y embarqué. Me tocó de compañero un antiguo compañero de parranda que guardaba en su camarote varias botellas. Aunque temeroso, acepté la primera copa, que como de costumbre fue el preludio de una gran borrachera para ambos durante la travesía. Me acostaba borracho, me levantaba borracho y pasaba el día borracho. No sé ni cómo ni cuándo llegamos a destino. ¡Y eso a pesar de los propósitos de enmendar mi vida y ser un hombre distinto en el nuevo ambiente! Otra vez, resolución de enmienda.

Por algunos días las cosas marchaban según me había prometido; pero a los parientes se les ocurrió celebrar una fiesta para festejar mi llegada. Y ahí fue Troya. Pillé una borrachera descomunal. Al día siguiente, bajo los efectos torturantes de la terrible resaca, me invitaron a un parque de atracciones. Pensé que me iba a ayudar. A instancias suyas monté en la montaña rusa, vertiginosa, escalofriante… Al bajar, mis piernas temblaban y mi garganta se me apretujaba como si algo la anudase. Estaba loco por una buena copa para calmarme y fui rápido a un bar. En vez de una pedí dos, y grandes, que no tardaron en serenarme.

El castigo que estaba recibiendo de su majestad el alcohol era ya demasiado y con la mayor formalidad puse en práctica, después de este incidente, mi gran propósito de enmienda en el nuevo ambiente. Esta vez por lo menos me enderecé un poco, y durante tres meses me mantuve en total abstinencia.

Pero cuando más seguro de mí mismo me creía tuve un nuevo coqueteo con la bebida, en otra fiesta. Después de vencer varias tentaciones, se me acercaron unos amigos para mirar cómo nevaba. Al percatarse de que no bebía, con pícara seriedad me aseguraron que debía tomar whisky para no pescar una pulmonía. Eso bastó. Rápido, con tan plausible excusa, apuré una enorme copa, y luego otra, y otra. Al poco rato era el más alborotador y naturalmente el más borracho. Al día siguiente continué bebiendo durante todo el día, y proseguí la borrachera viernes, sábado y domingo. El lunes amanecí enfermo. Cuando volví al trabajo ya había otro en mi puesto. Me habían despedido.

A.A., Alcohólicos Anónimos