Pero ese juez sabía que bebía y sabía de Alcohólicos Anónimos, y a pesar de mis antecedentes me puso en libertad condicional con una exhortación a asistir a unas cuantas reuniones por lo menos. Lo que siguió fue un apasionado noviazgo con A.A. que duró como un año. Me mantuve sin beber durante ese periodo, debido principalmente (todavía lo creo) a la sólida camaradería que se encuentra en los grupos de A.A. Yo no tenía necesidad de practicar los pasos –eran para los débiles–, pero me cuidaba de expresar tal opinión porque algunos de mis compañeros los consideraban de gran utilidad.
Parecía que la realidad y yo estábamos condenados a no coincidir nunca. Cuando me fui de ese primer grupo (considerándome “graduado”, por supuesto), me emborraché una sola vez. Pero esa borrachera duró seis meses y me costó catorce meses en prisión. Y todavía no se ve el fin; hay otras acusaciones pendientes. No obstante, cuando llegué a prisión, algunas nuevas y extrañas dudas se habían metido en mis pensamientos. Empezaba a tener serias sospechas de que mi vida no estaba desarrollándose según un plan. No es que tuviera necesariamente ningún plan; pero la prisión no parecía encajar en ningún diseño racional.
Un año de psicoterapia me reveló que había muy poco en mi vida que fuera racional. Al mismo tiempo, nuestras reuniones de A.A. de los domingos por la tarde empezaban a cobrar algún nuevo sentido. La combinación potente de A.A. y psicoterapia estaba facilitando mi regreso a la realidad.
Pero no era fácil la recuperación. Me resistía, retorciéndome, siempre buscando aquel acomodo. Pero con el tiempo llegué a enfrentarme a mí mismo, y qué desastre fue lo que vi. De súbito me era difícil siquiera vivir conmigo. Todo lo podrido y los engaños del pasado iban pasando en desfile por mi mente, y tener que admitir por fin que yo era quien había fabricado todos los dolores y tristezas del ayer empezaba a agotarme. La acumulación constante de ese sentimiento de culpabilidad finalmente me derrotó. Una noche de soledad, los agudos remordimientos me trastornaban, y desesperado recurrí a Dios, tal como cada quien lo conciba, entregándole el desastre total, impotente, penitente, quizás por primera vez en mi vida.
Según recuerdo, no le pedí más que fortaleza, misericordia y perdón. Y aquella noche Dios hizo su gran milagro. Me concedió ese perdón y me hizo renacer con nuevas fuerzas que nunca sabía que existieran. Esa noche me acosté maravillado y caí en un sueño profundo.
Alcohólicos Anónimos, A. A. en prisiones: de preso a preso.