Estuve alrededor de Alcohólicos Anónimos durante tres años, sin beber algunas veces, otras engañándome (a mí mismo, por supuesto) un poco o un mucho. Saludaba a todo el mundo en la puerta de las reuniones a las que asistía. Desafortunadamente, tenía aún muchos problemas conmigo mismo. Un compañero solía decirme: “Si solamente practicaras el tercer paso (‘Decidimos poner nuestra vida y nuestra voluntad al cuidado de Dios, tal como cada quien lo conciba’)” ¡Lo mismo que si hubiera hablado en alemán! Me había retirado muy lejos de todo lo espiritual.

En una época, me las arreglé para permanecer sin beber seis meses. Entonces perdí mi trabajo. Muy asustado y deprimido, sencillamente no podía encarar el futuro, y mi estúpido orgullo no me dejaba pedirle ayuda a nadie. Así que fui a la tienda a por mi muleta. Durante los tres meses y medio siguientes, morí cientos de veces. Aún asistía a las reuniones cuando podía, pero no comentaba mis problemas con nadie. Los otros miembros habían aprendido a dejarme solo, porque se sentían impotentes, y ahora comprendo por qué se sentían así.

Una mañana desperté con la decisión de permanecer en cama todo el día; así no podría conseguir bebida. Cumplí con mi decisión, y cuando me levanté, a las seis de la tarde, me sentía con seguridad, ya que las tiendas cerraban a esa hora. Esa noche me sentí desesperadamente enfermo; debería de estar en el hospital. Cerca de las siete comencé a telefonear a todos aquéllos de los que pude acordarme, fueran o no A.A. Pero nadie pudo, o quiso, venir en mi ayuda. Como último esfuerzo telefoneé a un ciego. Había trabajado para él por varios años, y le pregunté si podía coger un taxi e ir a su apartamento. Me daba cuenta de que me estaba muriendo, le dije, y tenía mucho miedo.

Me dijo: “¡Muérete, condenado! No te quiero aquí”. (Después me dijo que quiso cortarse la lengua, y que pensó en llamarme. ¡Gracias a Dios que no lo hizo!). Me fui a la cama seguro de que ya no me levantaría. Mis pensamientos nunca habían sido tan lúcidos. En realidad no podía ver ninguna salida. Hacia las tres de la madrugada aún no me había dormido. Estaba agarrado fuertemente a las almohadas y mi corazón latía con tal fuerza que parecía que se me iba a salir del pecho. Mis extremidades empezaron a adormecerse, primero las piernas, después los brazos.

Pensé: “¡Ahora sí!” Y me volví entonces hacia la única fuente a la que había sido demasiado listo (según veo ahora) o demasiado estúpido para recurrir antes. “Por favor, Dios mío, ¡no me dejes morir así!” Mi alma y mi corazón atormentados iban en esas pocas palabras. Casi instantáneamente el adormecimiento empezó a desaparecer. Sentí una presencia en el cuarto. Ya no estaba solo.

Nunca más volví a sentirme solo. Nunca volví a beber y, más aún, nunca la he necesitado. Fue un largo camino de regreso a la salud, y pasó mucho tiempo para que la gente tuviera confianza en mí. Pero eso realmente no importaba. Yo sabía que estaba sobrio, y en alguna forma me di cuenta de que, mientras viviera de la manera en que Dios quería que viviese, nunca más volvería a sentir miedo.

Alcohólicos Anónimos, Llegamos a creer… (Cap. 2: “Experiencias espirituales”)