Inesperadamente, me ofrecieron un empleo que incluía muchas responsabilidades. Sólo pude contestar. “Tengo que pensarlo”. ¿Era capaz de permanecer sobrio? ¿Estaba realmente sobrio o solamente seco? ¿Podría manejar las responsabilidades que entrañaba y hacer frente al renovado éxito? ¿O permitiría Dios que me castigara otra vez a mí mismo? En la reunión de Alcohólicos Anónimos a la que asistí esa noche, el tema a discusión era el paso once: “Buscamos a través de la oración y la meditación mejorar nuestro contracto consciente con Dios, como nosotros lo concebimos, pidiéndole solamente que nos dejase conocer Su voluntad para con nosotros y nos diese la fortaleza para cumplirla”.

En casa, en la privacidad de mi cuarto, tuve otro impacto: una carta de mi hermana. La última vez la había visto en la oficina de la policía donde, apesadumbrada, había dado fin a los continuos esfuerzos de la familia para ayudarme. “Incluso nuestras oraciones parecen no tener esperanzas”, había dicho, “así que te dejo para que te defiendas por ti mismo.” Ahora llegaba su carta, argumentando saber dónde y cómo me encontraba. Mirando por la ventana el hollín y polvo de los tejados, y después adentro, a la insignificancia de mi cuarto, pensé con amargura: “Sí, era cierto, ¡si sólo me pudieran ver ahora!” La gracia salvadora fue que no tenía más que perder y nada que pedirle a nadie. ¿O lo tenía?

Todos los ideales de mi juventud habían sido arrastrados lejos de mí por el alcohol. Ahora, todos los sueños y aspiraciones, familia, posición, todo lo que una vez había conocido, regresaron a burlarse de mí. Me recordaba escondido detrás de los árboles frente a mi anterior hogar para ver a mis hijos aparecer por la ventana; telefoneando a la familia sólo para oír las voces familiares decir: “Hola, ¿quién habla?”, antes de colgar.

Sentado en la cama, tomé la carta y la leí una y otra vez. En mi angustia, no pude contenerme más. Desesperadamente, lloré: “Oh Dios, ¿me has abandonado o yo te ha abandonado a Ti?” Por cuánto tiempo estuve ahí, no lo sé. Al levantarme, me sentí atraído hacia la ventana. ¡Sentí una transformación! La suciedad de esa ciudad industrial había desaparecido bajo una cubierta de nieve fresca. Todo estaba nuevo y blanco y limpio. Cayendo de rodillas, renové ese contacto consciente con mi Dios que había conocido cuando niño. No recé, solo hablé. No pensé; solo descargué un corazón agobiado y un alma perdida. No di las gracias; solo supliqué ayuda.

Esa noche, finalmente en paz conmigo mismo por primera vez en años, dormí toda la noche y desperté sin el miedo y el terror de enfrentar otro día. Continuando mi oración de la noche anterior, dije: “Aceptaré el trabajo. Pero, querido Dios, permite que Tú y yo juguemos juntos de ahora en adelante”.

Cuando algunos días pueden solamente ofrecerme una pequeña porción de frenética serenidad, veintiséis años después reconozco aún la misma tranquilidad interior que viene con el perdón de uno mismo y la aceptación de la voluntad de Dios. Cada nueva mañana existe la fe en la sobriedad, sobriedad no como mera abstinencia del alcohol, sino como una recuperación progresiva en cada faceta de mi vida. Desde ese día, confío y confían en mí.

Alcohólicos Anónimos, Llegamos a creer… (Cap. 2: “Experiencias espirituales”)