En mi temprana juventud fui colocado ante una disyuntiva: lo que parecía ser una monótona vida moral o lo que parecía ser una excitante vida de aventura… después de unas copas de alcohol. Fui criado en la tradición de un Dios inflexible y vengativo que estaba pendiente de cada una de las cosas que hacía. No podía trabajar mucho sobre el amor a una deidad de esa naturaleza, y eso me hacía sentirme culpable. Pero después de una o dos copas olvidaba mi culpa. ¡Esto, decidí, era la vida para mí!

Comenzó siendo suficientemente placentera, fomentando sueños de resplandeciente fama y fortuna. Pero esta vida gradualmente regresó a ser una constante pesadilla de miedo y remordimiento sobre mi condición y resentimiento e ira ante el modo normal de vida que discurría a mi alrededor, y al que aparentemente no podía pertenecer. La verdad es que bebía para salirme de la sociedad, llegando gradualmente a un estado mental que anuló toda clase de contacto social o moral con cualquier persona. Llegué a convencerme de que Dios y la sociedad me habían olvidado, negándome las oportunidades en la vida.

Pensé que mejor dejaría de beber por una temporada y comenzaría a reestructurar mi vida. Esta resolución me produjo una terrible sacudida. Hasta entonces, nunca había relacionado mis dificultades con el alcohol. Sabía que bebía mucho, pero siempre había pensado que tenía buenas razones para beber. Ahora descubría, para mi confusión y horror, que no podía dejar de beber. La bebida se había convertido en una parte tal de mi vida que no podía funcionar sin ella.

No supe adónde acudir para pedir ayuda. Creyendo que la gente pensaba sobre mí en la misma forma en que yo pensaba acerca de ellos, estaba seguro que nadie era el indicado para pedirle ayuda. Entonces sólo quedaba Dios, y si El sentía por mí lo mismo que yo sentía por El, ésta era con seguridad una débil esperanza. De esta manera, pasé los tres meses más negros de mi vida. Durante este periodo, parecía que bebía más de lo que lo había hecho anteriormente, y rezaba a «nadie» pidiendo ayuda para alejarme del alcohol.

Una mañana desperté en el suelo de mi habitación. Más por reflejo que por otra cosa, fui a trabajar esa mañana. Con un suspiro de alivio, miré por la ventana y noté a un hombre que se aproximaba al almacén donde estaba trabajando. Cuando lo reconocí, el odio surgió en mi mente. Hacía siete meses había tenido el descaro de preguntarme delante de otros hombres si yo tenía problemas con la bebida, y fui profundamente insultado por su pregunta.

Entonces sucedió algo que nunca ha cesado de sorprenderme. Cuando salió de mi vista, todo lo que siguió quedó en una laguna. Lo que a continuación recuerdo es que estaba de pie ante él fuera del almacén, oyéndome preguntarle en qué forma podía ayudarme a dejar de beber. Si yo hubiera decidido conscientemente recurrir a algún individuo para que me ayudara, ¡él hubiera sido el último hombre al que me hubiera dirigido! Sonrió, y dijo que trataría de ayudarme, y me llevó al programa de recuperación de A.A..

Meditando sobre esto, finalmente me pareció obvio que el Dios que pensé me había juzgado y condenado no había hecho nada al respecto. Me había estado escuchando y en el tiempo que lo vio como bueno llegó su respuesta. No conservo ninguna ilusión de que yo traje el programa de recuperación de A.A. a mi vida. Siempre debo considerarlo como el don de una oportunidad. Hacer uso de esa oportunidad es mi responsabilidad.

Alcohólicos Anónimos, Llegamos a creer… (Cap. 2: “Experiencias espirituales”)