Sucedió cerca de las tres de la madrugada. Había estado en Alcohólicos Anónimos poco menos de un año. Estaba solo en casa; mi tercera esposa se había divorciado de mí antes de mi entrada a A.A. Desperté con la sensación atemorizante de proximidad de la muerte. Estaba tembloroso y semiparalizado por el miedo. Aunque era el mes de agosto, tenía tanto frío que busqué una gruesa manta y me la eché sobre los hombros. Encendí la calefacción, tratando de entrar en calor. En vez de eso, comencé a entumecerme por completo y nuevamente sentí a la muerte aproximarse.
No había sido una persona muy religiosa, ni había estado afiliado a ninguna iglesia después de llegar a A.A. Pero de pronto me dije a mí mismo: “Si alguna vez he necesitado orar, éste es el momento”. Regresé a mi habitación y caí de rodillas al lado de la cama. Cerré los ojos, puse mi cara sobre las palmas de las manos, y descansé las manos en la cama. Había olvidado todas las palabras que dije en voz alta, pero volví a implorar: “Por favor, Dios mío, ¡enséñame a orar!”
Entonces, sin levantar la cabeza ni abrir los ojos, fui capaz de “ver” la distribución completa de la casa. Y podía “ver” un hombre enorme de pie al otro lado de la cama, con los brazos cruzados sobre el pecho. Me mostraba su indignación mirándome con intenso odio y maldad. Era la manifestación de todo lo malo. Después de unos diez segundos, le “vi” dirigirse hacia el cuarto de baño y alrededor, saliendo de la casa por la puerta de la cocina.
Permanecí en mi posición original de oración. Simultáneamente con su salida, pareció que me llegaba desde todas las direcciones, desde los alcances infinitos del espacio, una corriente magnética vibrante, pulsante. En unos quince segundos, probablemente, esa formidable fuerza entró en contacto conmigo, permaneció en mí cinco segundos y entonces, lentamente, regresó hacia sus orígenes. Pero la sensación de liberación que me produjo su presencia, no hay palabras para describirla. A mi manera, carente de refinamientos, di las gracias a Dios, me acosté en cama y me dormí como un niño.
No he vuelto a tener el deseo de beber ni de consumir cualquier intoxicante desde aquella memorable mañana. En los años que llevo en A.A., he tenido el privilegio de oír a algún que otro miembro describir una experiencia similar a la mía. Que saliera de mi casa aquella figura del mal simbolizó en realidad que saliera de mi vida todo el mal causado por el alcoholismo, tal como algunos piensan. Sea como haya sido, el resto de mi experiencia simboliza para mí el amor poderoso y purificador de un Poder Superior, al que desde entonces me siento feliz de llamar Dios.
Alcohólicos Anónimos, Llegamos a creer… (Cap. 2: “Experiencias espirituales”)