Esa noche me puse muy borracha, lo cual era normal, pero recordé todo, lo que era muy extraño. Recordé haber mirado con ansia a la ventana como una solución más fácil, y me estremecía con el recuerdo de esa otra ventana, tres años antes, y los seis agonizantes meses en una sala de un hospital. Recordé cuando llenaba de ginebra la botella del agua oxigenada que guardaba en mi armario de medicinas, en caso de que mi hermana descubriera la que escondía debajo del colchón. Y recordé el pavoroso horror de aquella interminable noche en que dormí a ratos y me desperté goteando sudor frío y temblando con una total desesperación, para terminar bebiendo apresuradamente de mi botella y desmayándome de nuevo.“Estás loca, estás loca, estás loca”, martilleaba mi cerebro en cada rayo de conocimiento, para ahogar el estribillo con un trago.Todo siguió así hasta que dos meses más tarde aterricé en un hospital y empezó mi lucha por la vuelta a la normalidad. Había estado así durante más de un año.

Cuando miro hacia atrás y veo ese horrible último año de constante beber, me pregunto cómo pude sobrevivir tanto física como mentalmente. Había habido, naturalmente, periodos en los que existía una clara comprensión de lo que había llegado a ser, acompañada por recuerdos de lo que había sido, y de lo que había esperado ser. El contraste era bastante impresionante. Sentada en un bar, aceptando copas de cualquiera que las invitase, después de gastar lo poco que tenía; o sentada en casa sola, con el inevitable vaso en la mano, me ponía a recordar y, al hacerlo, bebía más de prisa, buscando caer rápidamente en el olvido. Era difícil reconciliar este horroroso presente con los simples hechos del pasado.

Nunca había sido privada de ningún deseo material. El año después de mi presentación en sociedad, me casé. Hasta aquel momento, todo iba bien, todo de acuerdo al plan indicado, como otros tantos miles. Entonces la historia empezó a ser la mía propia. Mi marido era alcohólico, yo sólo sentía desprecio por aquellos que no tenían para la bebida la misma asombrosa capacidad que yo, el resultado era inevitable. Mi divorcio coincidió con la bancarrota de mi padre, y me puse a trabajar, deshaciéndome de todo tipo de lealtades y responsabilidades hacia cualquiera que no fuera yo misma.

Buscando más libertad y emoción me fui a vivir a ultramar. Mi negocio tuvo éxito; hacía todo lo que quería, y sin embargo era cada vez más desgraciada. Obstinada, corría de placer en placer y encontraba que las compensaciones iban disminuyendo hasta desvanecerse. Las resacas empezaron a tener proporciones monstruosas, y el trago de por la mañana llegó a ser de urgente necesidad. Las lagunas mentales eran cada vez más frecuentes, y rara vez me acordaba de cómo había llegado a casa.

Cuando mis amigos insinuaban que estaba bebiendo demasiado, dejaban de ser mis amigos. Iba de grupo en grupo, de lugar en lugar, y seguía bebiendo. Con sigilosa insidia, la bebida había llegado a ser más importante que cualquier otra cosa. Ya no me proporcionaba placer, simplemente aliviaba el dolor; pero debía tenerla. Era amargamente infeliz. Sin duda había estado demasiado tiempo en el exilio; debía volver. Lo hice y, para sorpresa mía, mi problema empeoró.

A.A., Alcohólicos Anónimos