Al cabo de esos dos años puse un consultorio en el centro de la ciudad. Tenía algún dinero, disponía de mucho tiempo y padecía bastante del estómago.Pronto descubrí que un par de copas me aliviaban mis dolores gástricos por lo menos por unas horas y por lo tanto no me fue difícil volver a mis antiguos excesos.

Para entonces empezaba a pagarlo muy caro físicamente y, con la esperanza de encontrar alivio, me encerré voluntariamente en uno de los sanatorios locales al menos una docena de veces.Ahora estaba “entre Escila y Caribdis” porque si no bebía me torturaba mi estómago y, si bebía, eran mis nervios los que me torturaban. Después de tres años así acabé en un hospital donde trataron de ayudarme; pero yo hacía que algún amigo me llevara bebida a escondidas, o robaba el alcohol en el edificio; de manera que empeoré rápidamente.

Por fin, mi padre tuvo que mandar del pueblo a un médico que se las arregló para llevarme a casa, y estuve dos meses en cama antes de poder salir a la calle. Permanecí allí unos dos meses más y regresé a reanudar la práctica de mi profesión. Creo que debí de haber estado verdaderamente asustado de lo que había pasado, o del médico, o probablemente de las dos cosas, y por lo tanto no bebí una copa hasta que se decretó la ley seca.

Con la promulgación de la ley seca me sentí bastante seguro. Sabía que todos comprarían botellas o cajas de bebida, según sus posibilidades, y que pronto se acabaría. Por lo tanto no importaba mucho que bebiera algo. Entonces no me daba cuenta del abastecimiento casi ilimitado que el gobierno nos permitía a los médicos, ni tenía ninguna idea del contrabandista de licor que pronto apareció en escena. Al principio bebía con moderación, pero tardé relativamente poco tiempo en volver a esos hábitos que tan desastrosos resultados me habían dado antes.

A.A., Alcohólicos Anónimo