A partir de ahí mi vida fue un desastre. De vez en cuando desempeñaba pequeños trabajos “extras”, lo que fuese, con tal de conseguir dinero para beber. Mis parientes escribieron a mi madre para que me mandara el pasaje de retorno porque no podían bregar ya conmigo.Llegué a casa derrotado. Mis sueños rodaron hechos añicos y sólo me quedaba remordimiento, desconsuelo y frustración. Mi nuevo empleo se prestaba para beber a mis anchas, y llegó precisamente cuando mi obsesión alcohólica tocaba su punto culminante. Bebía todos los días, ausentándome del hogar frecuentemente. Mi madre me buscaba por calles y bares. Llegaba a casa completamente borracho sin poder apenas subir la escalera.

Ante esa pavorosa situación, mi madre me hospitalizó. El día en que se me dio de alta, recibí la visita de una señora que me habló de Alcohólicos Anónimos y me invitó a una reunión, a la cual acudí. Me interesó la idea, pero estaba lleno de complejos y reservas. Dada mi edad, todavía no quería resignarme a la derrota. Pensaba que podría beber moderadamente. Esas reservas me llevaron a beber otra vez y fui despedido de mi empleo. Tal fracaso sirvió de pretexto para entregarme a una continua borrachera. Cuando fui a buscar mi último cheque, invité a un amigo y compré bebida. Le dije que me esperara en el bar mientras iba a llevar a mi madre algún dinero. Al verme me imploró que no continuase bebiendo, que estaba destruyendo mi vida y amargando la de ella. Pero, como alcohólico derrotado al fin, no hice caso. Regresé a la taberna y no volví al hogar hasta que no me sentí totalmente borracho, exhausto y seminconsciente.

Desesperada, mi madre recurrió a la ayuda de la religión. Mi situación era horrible, pues estaba al borde del delirium tremens. Fuimos a un servicio religioso donde me aconsejaron y tocaron a las puertas de mi corazón, despertando fibras sentimentales que hasta entonces habían estado durmientes. Valiéndome de la ayuda religiosa, permanecí en la abstinencia alrededor de diez meses (un auténtico récord para mí); sin embargo, todavía albergaba la esperanza de que después de recuperarme física, moral y espiritualmente, podría beber con control como otras personas lo hacían.

Durante esos meses de sobriedad estuve en algunas reuniones de A.A., pero siempre con la reserva mental de que en un futuro no lejano podría convertirme en un bebedor moderado. Hasta que llegó el día en que me dispuse a hacer la prueba, que resultó la debacle. De pronto me encontraba en las mismas condiciones calamitosas, físicas y mentales, en que estuviera un año atrás. Durante cinco o seis meses estuve zozobrando en el maremágnum del alcohol.

A.A., Alcohólicos Anónimos