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Hace tres meses escasos, volví a integrarme a la sociedad (el “mundo libre”, como lo llaman aquí), para vivir la vida con la que tanto tiempo había soñado –la de un hombre libre, un ciudadano útil–. Conmigo llevaba mis ocho años de Alcohólicos Anónimos, sus enseñanzas y su filosofía, la experiencia de oír contar los éxitos y los fracasos de la demás gente y la firme resolución de no convertirme en uno de los fracasos. Yo no.

No obstante, aquí estoy de nuevo, casi en la misma celda, haciendo el mismo trabajo que me asignaron hace nueve años cuando llegué a prisión. ¿Qué pasó? Lo sé, pero es difícil admitirlo. Simplemente, me permití sentirme suficiente, satisfecho con mi programa de A.A.

Durante las primeras semanas en el “mundo”, no había suficientes reuniones a las que pudiera asistir. Noche tras noche me encontraba viajando en coche a reuniones en todas partes. Después, empecé a faltar a algunas de esas reuniones, diciéndome que nadie podría esperar que asistiera a tantas. Antes asistía a cinco reuniones cada semana; después a una o dos a lo más; empecé a buscar pretextos para no asistir: “Me siento demasiado cansado hoy”, “Se me ha presentado algo urgente”, “Tengo un día atareado mañana y debo acostarme temprano”, etcétera.

Mucha gente me alababa por los progresos que hacía en A.A., lo que se me subió a mi egoísta cabeza. ¿No era cierto que había empezado con nada y tenía ahora un coche, un camión y, para colmo, una pequeña cuenta bancaria? Pero todo lo que ganaba y por lo que me sentía tan orgulloso fue, de alguna manera, el comienzo de mi viaje de vuelta a la prisión por incumplimiento de las condiciones de la libertad condicional y de otros posibles delitos que en el futuro me podrían costar una nueva condena más larga. Sintiéndome tan presumido y satisfecho de mis progresos en A.A., empezaba a hacer de A.A. algo de segunda importancia en mi nueva vida. Ni toqué una gota de alcohol hasta aquella noche funesta cuando perdí el hilo. Me olvidé de que estaba en libertad condicional.

Empezaba a sentirme acosado, apremiado por el montón de responsabilidades que había aceptado sin estar listo todavía para cumplirlas, la multitud de favores que otros querían que les hiciera y que consumían el tiempo que debía haber dedicado a A.A. Cuando la gente me tildaba de “gallina” por no beber una copa, lo encontraba más difícil de soportar y, por fin, en un momento de debilidad, me dije: “¡Qué diablos!” Y así acabé aquí, preguntándome qué pasó. Mi primera y única borrachera en nueve años.

Las secuelas están ahí. Regresé a prisión. Tengo muchas deudas que pagar; debo volver a ganar la confianza que otros tenían en mí y volver a empezar. Ya se han ido todos los amigos que tenía en los bares que frecuentaba y donde bebía. Los “días buenos” son sólo recuerdos. Todo lo que queda son corazones desgarrados y la condena más dura que tengo que cumplir. Me veo enfrentado ahora con lo más difícil: volver a empezar.

 

Alcohólicos Anónimos, A. A. en prisiones: de preso a preso.