El primer diciembre ya en Alcohólicos Anónimos, en el Grupo Hamburgo –antecedente grupal del primer Grupo 24 Horas–, vivía ese estado que conocemos con el nombre de “nube rosa”, y esto me permitió pasar unos días con mis tíos, en cuya casa había vivido en mi juventud. Por momentos, todo el resentimiento generado en contra de estas buenas personas se había extinguido, toda mi intolerancia y mi actitud defensiva frente a ellos parecían encerradas en un paréntesis que me hacía respirar en esas fechas una aceptación y una paz nunca antes conocidas.
Habían pasado, no sin sobresaltos, los difíciles días en que, pretextando relaciones de trabajo y víctima de una trampa mortal terminaba casi agonizante la dura y degradante borrachera del mes de diciembre. Este periodo de gran peligro se iniciaba en octubre, con mi cumpleaños y una borrachera generalmente iniciada días antes; seguía en noviembre con el cumpleaños de mi hermano y mayor dependencia; a continuación, la despedida del año en el trabajo y los distintos festejos que conformaban el túnel de embriaguez del que salía a duras penas a mediados de enero.
En este primer año dentro de Alcohólicos Anónimos sentí el fuerte apoyo de mis compañeros del Grupo Hamburgo. De esta manera, mi cumpleaños pasó desapercibido, es decir, lo pasé en el grupo. Cuando llegó el cumpleaños de mi hermano, yo desarrollaba junto con otros compañeros de más tiempo un servicio en un grupo institucional abierto en un sanatorio antialcohólico. Precisamente ese día me habían regalado el servicio de la guardia y tenía que ir a coordinar una junta a las seis de la tarde, por lo que a las cinco, cuando los invitados comenzaban a dar muestras de ebriedad en su generalidad, yo me despedía para “ir a mi servicio”.
Mi llegada a Alcohólicos Anónimos había provocado algunos resentimientos en amigos y empleados, por lo que la persona que me llevaba, con el derecho y el valor que le daban el tiempo a mi servicio y verme adoptar una actitud engañosamente franciscana, que constituía el autoengaño de mi “nube rosa”, me reprendió y me echó en cara que me fuera de la comida y dejara solos a los invitados. Yo tuve que callarle, recordándole que era la fiesta de mi hermano, no la mía, y que a esas horas los años anteriores yo ya estaba borracho y agresivo con todos los invitados.
En cuanto a la despedida del año en el despacho y demás actos, debido a mi absoluta falta de valor para ser honesto y decirle a mi hermano que el hecho de ir ponía en peligro mi vida, me hice acompañar de dos o tres compañeros de A.A. y no permanecí en ellos más de lo estrictamente indispensable. El 23 de diciembre coordiné una junta maratoniana en el grupo institucional del sanatorio, y el 24 lo pasé en el grupo.
Sin embargo, lo resaltable es que ese fin de año desapareció definitivamente y para siempre la sensación de vacío y soledad que había sentido durante toda mi vida. Era cierto, pues, que había sido librado del alcohol, de una obsesión fatal por beber y de una frustración que me había durado toda la vida. Daba los primeros pasos en el mundo fascinante de Alcohólicos Anónimos. Cercano estaba el día en que en estas fechas festivas miles de enfermos por alcoholismo como yo nos reuniríamos en cada uno de los Grupos 24 Horas de Alcohólicos Anónimos para dar gracias a Dios (tal y como cada quien lo conciba) por haber dejado de beber, por habernos reencontrado en un mundo de fe, de amor y de paz.
Virgilio A., Boletín del Movimiento 24 Horas, núm. 39 (diciembre de 1990)