Antes de haber tocado fondo, tal vez en pleno autoengaño, surgían breves e intensos momentos de conciencia, la sensación de necesitar algo para poder vivir. En el mes de diciembre, precisamente, este sentimiento se manifestaba en mí como un profundo vacío interior y un intenso sentimiento de desolación, la convicción siempre negada de que mi vida era completamente inútil. En ocasiones esta idea no compaginaba con una realidad que parecía colmar las exigencias de acuerdo a la escala de valores del mundo material en que yo me desenvolvía: tenía un trabajo donde prácticamente no era exigido, gozaba del afecto de las personas con las que trabajaba, aunque esto nunca lo pude valorar; vivía aparentemente en el mundo de las relaciones públicas, y sin embargo me sentía totalmente desintegrado. En ocasiones llegaba a la conclusión de que mi vida era un auténtico fraude:

Para contrarrestar esta circunstancia lacerante siempre conté con la justificación de que todos los seres humanos que me rodeaban eran en mayor o menor grado tan farsantes como yo. ¿Qué era el mundo sino una gran farsa donde todos estábamos en contra de todos y cada quien vivía engañando a su prójimo? ¿Por qué, pues, preocuparme de que encubriera mi ignorancia académica y viviera como un impostor de méritos que jamás había obtenido? Todo lo suplía con audacia y mentira. Obviamente, la confrontación de esta verdad me provocaba estados de angustia y depresión. Tenía un solo objetivo en la vida: la satisfacción de mis instintos descoyuntados, de mis sentimientos de importancia, un ser mezquino y terriblemente egoísta (“egonarcisista” fue la palabra que más adelante vino a describir mi personalidad). Lo cierto es que en esas condiciones tan miserables desde el punto de vista espiritual vivía una gran frustración y desolación. Sin motivos para vivir no encontraba ningún interés real en el mundo que me rodeaba.

Por eso tal vez, un cúmulo de emociones negativas se agolpaban principalmente cada fin de año. En efecto, las llamadas “fiestas navideñas”, incluyendo fin de año, me encontraban bajo los efectos de una profunda depresión. Personalmente, creo que en este estado se manifiesta la negación de la vida propia de los seres que como yo en aquel entonces no tenían a Dios.

Virgilio A., Boletín del Movimiento 24 Horas, núm. 39 (diciembre  de 1990)