Según pasaba el tiempo, mi forma de beber iba empeorando. Me ausentaba de la oficina durante dos o tres semanas; días y noches espantosas en las que me veía tirado en el suelo de mi casa, buscando la botella a tientas, bebiendo y volviéndome a hundir en el olvido.

Durante los primeros seis meses de 1935 me hospitalizaron ocho veces por embriaguez y me ataron a la cama durante dos o tres días antes de que supiera dónde estaba.El 26 de junio llegué otra vez al hospital, y me sentí desanimado, por no decir más. Cada una de las siete veces que me había ido del hospital durante los últimos seis meses, salí resuelto a no emborracharme, por lo menos durante ocho meses. No fue así; no sabía cuál era el problema, y no sabía qué hacer.

Aquella mañana me trasladaron a otra habitación, y allí estaba mi esposa. Pensé: “Me va a decir que hemos llegado al fin”. No podía culparla, y no tenía intención de tratar de justificarme. Me dijo que había hablado con dos personas acerca de la bebida. De esto me resentí mucho, hasta que me informó que eran un par de borrachos como yo. Decírselo a otro borracho no era tan malo.

Me dijo: “Vas a dejarlo”. Esto valió mucho, aunque no lo creía. Luego me dijo que los borrachos con quienes había hablado tenían un plan a través del cual creían que podían dejar de beber, y una parte del plan era contárselo a otro borracho. Esto iba a ayudarles a mantenerse sobrios. Todos los demás que habían hablado conmigo querían ayudarme, y mi orgullo no me dejaba escucharlos, creándome únicamente resentimientos. Me pareció, no obstante, que sería una mala persona si no escuchaba por un rato a un par de hombres, si esto podría curarles. También me dijo que no podía pagarles aunque quisiera y tuviera el dinero para hacerlo, dinero que no tenía.

Entraron y empezaron a instruirme en el programa que más tarde se conocería como Alcohólicos Anónimos, y que en aquel entonces no era muy extenso.

Los miré, dos hombres grandes y de apariencia muy agradable (más tarde supe que eran Bill W. y el Dr. Bob). Poco después empezamos a relatar algunos acontecimientos de nuestro beber y, naturalmente, me di cuenta rápidamente de que ambos sabían de qué estaban hablando, porque, cuando se está borracho, uno puede sentir y oler cosas que no se pueden sentir y oler en otros momentos. Si me hubiera parecido que no sabían de lo que hablaban, no habría estado dispuesto en absoluto a hablar con ellos.

A.A., Alcohólicos Anónimos