Desde mi adolescencia, quizás antes, experimentaba depresiones. Años después supe que tenía un problema con la bebida. Además de la depresión, que me era familiar, estaba experimentando algo raro: mi forma de beber había cambiado totalmente, convirtiéndose en compulsiva

Pero no sabía lo que significaba ser alcohólica. Acostumbrada a considerarme una persona neurótica, suponía que mi beber era otro síntoma más de esa neurosis, y que lo que tenía que hacer era ahondar aún más en mi inconsciente para descubrir lo que me impulsaba a beber —y entonces podría volver a beber como antes bebía—. Así que empecé de nuevo el peregrinaje de un psiquiatra a otro. Mi declive fue abrupto. Una hospitalización en estado comatoso, causado por una mezcla de alcohol y tranquilizantes. Otra en un intento vano de acabar con mi adicción a los tranquilizantes. Una tercera por haber tomado una dosis excesiva de barbitúricos.

Esta última vez me atendió un psiquiatra que consiguió ingresarme en una clínica psiquiátrica para una estancia de seis meses. Pero al salir, dada de alta del hospital, todavía no tenía la más mínima sospecha de que era alcohólica. Me dijeron que no bebiera, pero no me dijeron por qué no debía beber; eso me ofendió y, por supuesto, seguí bebiendo.

Entonces, comenzó un círculo vicioso en el que me vi presa durante tres meses: bebía hasta que me aterraba el alcohol y luego tomaba tranquilizantes hasta que estos también me aterraban. Llamé a un amigo que había pasado nueve meses sobrios en Alcohólicos Anónimos y le dije que estaba lista para probarlo. Menos de una semana después, me encontré en mi primera reunión, con una sensación tremendamente conmovedora y liberadora de haber vuelto a mi casa, de estar donde debía estar. Mirando alrededor de la sala, sentía lo diferente que esa gente era. Muchos de los enfermos que había conocido en el pasado casi siempre trataban de adaptarse a su enfermedad. A diferencia, estos A.A. estaban haciendo un esfuerzo por recuperarse. Yo quería también eso.

Seguí tomando tranquilizantes durante una semana más o menos después de mi primera reunión, pero me di cuenta durante ese tiempo de que, como alcohólica, no debía tomar ninguna sustancia química que pudiera afectar mi estado de ánimo.

Al principio, supuse que, habiendo sido una borracha depresiva, iba a experimentar depresiones estando sobria. El milagro más grande de mi sobriedad ha sido el verme casi completamente libre de la depresión. Las ideas que saqué del psicoanálisis me ayudaban, pero el programa de A.A. fue el que me liberó para emplearlas al máximo. Desde que llegué a A.A., tengo verdaderamente la sensación de haber renacido, de haber roto aquella barrera que me separaba de la vida que quería vivir. Quiero vivir la vida que ahora vivo: una vida basada en los principios de Alcohólicos Anónimos.

 

Alcohólicos Anónimos, A.A. para la mujer