Todo el proceso de recuperación es en realidad un despertar de la conciencia, un tomar conciencia de lo que es en cada uno de nosotros, enfermos alcohólicos, la naturaleza de esta enfermedad tan cruel e irónica.

El nuevo que se acerca a pedir ayuda escucha estupefacto las experiencias de sus compañeros durante un número indeterminado de juntas; después se le comienza a animar para que aborde la tribuna. Al hacerlo, pronuncia de inicio la consabida frase de tan gran contenido terapéutico: “Mi nombre es… y soy un enfermo alcohólico”. Se le sugiere hablar, como principio de ubicación, de su última borrachera, y poco a poco que vaya recordando el historial alcohólico, que es a no dudarlo, como decían los primeros compañeros, nuestro mayor tesoro. Sin embargo, durante este proceso de recuperación el enfermo alcohólico va viviendo múltiples emociones hacia sus propios compañeros de militancia: rebeldía, resentimiento y todas las manifestaciones del temor.

El uso de la tribuna como catarsis continua logra que se vaya abollando la armadura de la que llegamos investidos, el ego se va reduciendo –de hecho todo el programa de Alcohólicos Anónimos es egorreductor–. Obviamente, este proceso no es gratuito, va precedido de dudas, temores y en algunos casos de angustia. El enfermo alcohólico se siente como el agujero de una rosca.

Virgilio A. afirmaba al respecto: “Sentía que me habían quitado la piel y que estuviera en carne viva, expuesto a todos los elementos. El alcohol que me había servido para enfrentar todos los problemas, para cubrir mis deficiencias imaginarias, mis inseguridades, me había abandonado, y eso, aunado al ego abollado, aumentaba mi temor de enfrentar la vida”.

Desde este punto de vista, el núcleo fundamental de la enfermedad es el temor: Temor a todo y a nada. Y el antídoto a ese temor es el amor.

 

Virgilio A., Repasando nuestra recuperación