Durante once años, no tuve un día sobrio, excepto hospitalizado o bajo tratamiento. Recé muchas veces, pero eso no me conducía hacia Dios. Un día cometí el error de mezclar licor con medicina. Mi esposa creyó que estaba muerto. Los latidos de mi corazón y el pulso se apagaban cuando llegó el doctor. A pesar de eso, tras dos semanas en el hospital y ocho más de abstinencia continuada, estaba otra vez bebiendo. En dos meses, quería morir y no podía.

Mi hermana había conocido a un A.A. y acepté ponerme en contracto con un miembro de A.A. en mi ciudad. Hubiera apostado diez a nada que era una falsa alarma, pero fui. Me prestó el libro Alcohólicos Anónimos y me aconsejó que tratara de leerlo con mente despejada y que nos viéramos el jueves para asistir a una reunión de A.A.

Le dije a mi esposa que nunca había hablado con una persona que pareciera comprender mi problema tan bien como él. Por la noche fui al cuarto de baño, adonde escondía la bebida y me eché un trago de una botella de tres cuartos recién comprada. Ya estaba listo para leer el libro. Tras una hora de lectura, me levanté en automático para beber de nuevo. Pero me detuve, recordando que había prometido leer con mente clara. Pospuse la bebida y proseguí. Al llegar al capítulo “Nosotros los agnósticos” leí: “No necesitamos hacernos más que una corta pregunta: ¿Creo ahora, o al menos estoy listo a creer, que existe un Poder Superior a mí mismo?” Eso me impresionó mucho.

De cualquier manera fui al cuarto de baño para beber antes de acostarme, como todas las noches durante años. Cuando alargué la mano hacia la botella, se me ocurrió pensar que “quizás” si pedía a Dios un poco de ayuda, El podría oírme. Apagué la luz y por primera vez en mi vida hablé con toda honestidad y sinceridad: “Querido Dios, si quieres, escúchame. Soy, como sabes, un completo canalla para mi familia, mis amigos y para mí mismo. La bebida me ha apaleado hasta derribarme, y soy incapaz de hacer algo al respecto. Ahora, si quieres, dame una noche de descanso sin beber”.

Me fui a la cama. Lo siguiente fue ver que ya era hora de levantarme. Por primera vez en años no tenía sudores fríos ni temblores. Creí que me había levantado y bebido de madrugada. Pero no; la botella estaba ahí, tal como la había dejado la noche anterior. Me afeité sin necesidad de beber antes unos lingotazos de alcohol. Fui a la cocina y comenté a mi esposa este cambio y la nueva sensación que tenía. Hasta pude tomar un café sosteniendo la taza con una sola mano, en vez de vaciarlo en un tazón y sostenerlo con las dos. “Sí, Dios me está ayudando. De verdad espero que lo siga haciendo”. Mi esposa me aseguró que lo haría si yo trataba de ayudarme a mí mismo.

El jueves por la noche, me vi con el hombre de A.A., asistimos a mi primera reunión y encontré a las personas más excelentes y comprensivas que había conocido en mi vida. Han pasado muchos años, y puedo decir honestamente que nunca he estado siquiera cerca de sufrir una recaída y, con Dios como mi socio silencioso, estoy seguro de poder continuar así durante otras veinticuatro horas.

Alcohólicos Anónimos, Llegamos a creer… (Cap. 4: “Liberación de la obsesión”)