No podía creer que la sobriedad me beneficiaría. Con una buena esposa, una bonita casa, automóvil y tarjetas de crédito en el bolsillo, ¿quién necesitaba ayuda? No creía que pudiera existir ninguna alegría en la vida sin borracheras, bares de lujo y muchachas de vida alegre. No podía creer que “esos santurrones” en A.A. estuvieran tan interesados en mi bienestar como afirmaban. Y además no podía creer que gente que admitía haber vivido en la parranda pudiera enseñarme una mejor manera de vivir.

Tampoco necesitaba que me dijeran nada acerca de Dios. Mi abuela, mis tías, y muchas otras personas ya lo habían intentado. Aunque no me interesaba llamarme cristiano, sí creía que había una especie de Dios en algún lugar, que me ayudaría si realmente necesitaba ayuda externa. Pero era lo suficientemente hombre y lo suficientemente brillante para ayudarme a mí mismo. ¡Así es que no iba a pedir ayuda a Dios ni a nadie!

En los tres últimos años me bebí todas mis excusas para no necesitar a A.A. Una noche me senté a solas en mi apartamento. ¿Gastaría mis últimos céntimos en otra botella de vino? Sí, ¡tenía que hacerlo! Sería imposible enfrentarme al mundo por la mañana sin bebida. Pero entonces me di cuenta de que en realidad no tenía que enfrentarme a ningún mundo por la mañana porque ya no tenía un trabajo al que ir, ni una esposa que me riñera continuamente, ni hijos que me fastidiaran pidiéndome dinero.

¿Qué podría hacer? Mi mente llegó a sentirse tan desesperadamente cansada al respecto, que incluso se negó a intentar una decisión. Desesperado, esperando que Dios pudiera escucharme, me dejé caer de rodillas al lado de mi botella vacía y oré con sencillez: “Dios mío, por favor ayúdame”.

La respuesta llegó inmediatamente. Me di cuenta de que en alguna forma podía pasar la noche y aun enfrentarme a la luz del día sin otra botella. Al día siguiente fui a un centro de rehabilitación para alcohólicos. Durante mi estancia, asistiendo diariamente a las reuniones de A.A. y conversando acerca del alcoholismo y la sobriedad con gente cuya sobriedad personal variaba desde un día a veinticinco años, llegué a creer.

El Poder Superior se había llevado esa precisa noche mi permanente deseo por alcohol, y me había guiado a Alcohólicos Anónimos.

Alcohólicos Anónimos, Llegamos a creer… (Cap. 4: “Liberación de la obsesión”)