Todos tenemos la oportunidad de descubrir las zonas oscuras de nuestra personalidad y hacer luz en cada una de ellas.

Dependemos de todo y de todos. Algunas de estas dependencias podremos trascenderlas adquiriendo plena conciencia de su existencia, identificándolas con toda claridad y trabajándolas a nivel catarsis, el análisis en nuestra comunicación en la tribuna que en un principio servirá para vaciar nuestro desagrado, nuestra neurosis e impotencia, quejándonos y culpando a nuestras dependencias del sufrimiento que nos ocasionan. Cuando nos cansemos de sufrir y realicemos un trabajo más serio, podremos superar esta problemática. Otras, las más recalcitrantes, significarán un verdadero escollo en nuestra evolución. Tendremos que poner en juego la más rigurosa honestidad, la súplica más fervorosa, para trascenderlas o aceptarlas.

Esta es una obsesión fija, acompañada de un profundo temor de enfrentar la vida sin el supuesto apoyo del cual dependemos. Nos damos cuenta de lo enferma de nuestra relación, sin poder librarnos de ella, con la sensación constante de una soga al cuello en eminente peligro de ahorcarnos a cada intento de liberarnos. La sola presencia de la persona de la cual dependemos nos hace sufrir en todos los niveles: físico, mental, con sensaciones somáticas, dolor de cabeza, taquicardia, etc.

En este caso, es importante saber que la persona de la cual dependemos no tiene ninguna culpa de nuestro apego, tal vez ni siquiera sea responsable, que nada remediaremos con quejarnos de los aspectos de su personalidad que nos hacen sufrir, que el mal está en nosotros y la solución igualmente en nosotros, que si recordamos que es simplemente una idea obsesiva acompañada de un morboso deseo de sufrir y de sentirnos víctimas sabremos que lacerarnos o rebelarnos, buscar la autocompasión, no provocará en nosotros sino reacciones de conmiseración y depresión.

Lo único que puede atenuar esta masoquista actitud es no darle importancia y saber que la amplitud del horizonte que es la vida no puede sujetarse a una idea infantil cuando menos perniciosa, que desgraciadamente esta actitud obsesiva vendrá acompañada del resentimiento, el desencanto, la frustración y una cadena interminable que concluirá en el autodesprecio.

La obsesión más fuerte que tuvimos que padecer fue la obsesión por beber. Esta desapareció sin lucha, sola, porque la pusimos en manos de Dios, tal como cada quien lo concibe, que todo lo puede. De la misma manera, coloquemos nuestra relación enferma en manos de quien debe estar, y sigamos caminando.

Virgilio A., Boletín del Movimiento 24 Horas, núm. 2 (marzo de 1984)