C.M. (se unió a A. A. A los 67 años)

 “Nadie podía consolarme”

 Yo ignoraba que mis amigos tuviesen una hora determinada para tomar una copa antes de la cena, pero lo descubrí un día que regresé y me encontré tomando mi primera copa para relajarme. Me dijeron: “Te vendrá bien para aliviar lo que te aflije”. Al paso de los días justificaba siempre aquella copa de la tarde con razones como levantar el ánimo, combatir los nervios, despertar el apetito o ayudarme a hacer la digestión. Y también me explicaba una copita antes de acostarme como la mejor manera para conciliar bien el sueño.

He oído hablar a los jóvenes en Alcohólicos Anónimos cómo a los 15 o 16 años descubrieron un mundo completamente nuevo, brillante y colorido con sus primeras copas. Así me sentía yo a los 65 años. Me preguntaba dónde había estado toda mi vida hasta entonces y cuánto me había perdido con aquello de “la salud”.

A las pocas semanas no tenía suficiente con las dos copas que nos daban a la hora del cóctel. Quería más de aquello tan bueno, de modo que seguí el ejemplo de algunos hombres y mujeres que incrementaban sus dosis con una copa antes o después de la fiesta y comencé a pasar a escondidas mis propias dosis. Desde el mismo comienzo lo hice de una manera furtiva, pues me avergonzaba que alguien lo supiese. ¡Qué cantidad de cosas hice para eliminar (eso creía yo) el olor de mi aliento. Masticaba caramelos o granos de café o café molido, me hacía enjuagues de boca y me lavaba continuamente los dientes. Nunca me puse en ridículo. […]

Cuando hice los 67 años pasé el día de mi cumpleaños en una celda para borrachos, arrestado por conducir bebido. Nadie se enteró de esto, excepto un amigo abogado que se ocupó de los trámites necesarios para una sentencia y una multa sin deshonra pública. Después de esta experiencia me volví más precavido cuando bebía. Siempre en solitario. Vivía en un apartamento del segundo piso para pasar más desapercibido. Pero, estando borracho, sufrí una caída por las escaleras y acabé en el hospital.

Cuando recuperé el conocimiento y me di cuenta de dónde estaba, protesté airadamente. Pero, aunque parezca increíble, el médico que me había recomendado la residencia para jubilados en aquel reconocimiento, mi antiguo médico de cabecera, había sido trasladado a la sección de alcoholismo del hospital en que me encontraba. Los médicos de urgencias le hablaron acerca de mí. Cuando terminaban de atender la rotura de mi brazo, mi doctor ya me había convencido de que la forma más sencilla de salir de mi situación era hacer lo que se me había dicho: Acudir a Alcohólicos Anónimos.

Se celebraban reuniones todos los días, por la mañna y por la tarde. Acudía a todas con intención, inicialmente, de que me diesen pronto de alta. Sin embargo, en alguno de aquellos días quedé convencido y comprendí las cosas. ¡Qué claro me parecía todo! ¡Con qué facilidad admití y acepté! Me di cuenta de que no quería lo que creía haber ganado: las nubes rosadas de la borrachera.

Alcohólicos Anónimos, Tiempo para empezar a vivir