Soy un alcohólico encarcelado. Tengo solamente 31 años, pero durante 19 he sido bebedor. Poco tiempo después de beber mi primera copa, empecé también a drogarme; no obstante, siempre prefería el alcohol. Esta parte de mi historial no es nada diferente de otros centenares que ya habrás oído. Trabajaba en trabajos de corta duración, y me echaron de los peores sitios por cómo me comportaba bebiendo.

Durante los últimos diez años de mi vida de bebedor, todos a mi alrededor sabían que tenia un problema. Me enviaron a diversos programas de tratamiento, que se valían de Alcohólicos Anónimos como instrumento de auxilio del tratamiento. Pero “Yo no era alcohólico”, y me resentía por el simple hecho de que pudieran considerar la posibilidad de que lo fuera. Excuso decir que, por no practicar ese primer paso, nunca logré la sobriedad. Me habían llevado a la fuente, pero yo no quise beber el agua.

Por lo general, cada vez que salía de la cárcel me encaminaba sin rodeos a la tienda de bebidas –la libertad siempre era de poca duración–. No puedo recordar ni una ocasión en que, al ser puesto en libertad, creyera que no iba a volver a prisión. Era una cuestión de cuánto tiempo estaría esta vez en libertad. Durante los últimos cinco años, había llegado a convencerme de que mi vida estaba bajo una maldición. Seis veces intenté suicidarme. (Aun en esto era un fracaso.)

Cuando llegué a esta prisión, empecé a asistir a las reuniones de A.A. para causar una buena impresión a la junta de libertad condicional y lograr así que me acortaran la condena. No dio el resultado deseado. Cuando me presenté ante la junta, alargaron mi sentencia el máximo permitido por la ley.

Luego me sucedió algo curioso. Aunque ya no había la menor posibilidad de que A.A. pudiera lograr que se redujera mi sentencia, seguí asistiendo a las reuniones. En algún momento, de alguna forma, alguien dijo algo en una de aquellas reuniones que me dio algo que nunca había tenido antes. Hoy puedo dar un nombre a ese algo: se llama esperanza. Oía hablar a gente de fuera; gente que se había encontrado en condiciones peores que las mías, y otros que todavía no habían llegado a tal punto. Algunos incluso habían cumplido condenas en prisión, pero todos decían que hoy conocían la alegría. Y yo sabía que no estaban diciendo mentiras, porque se podía ver la alegría escrita en sus caras. Decidí que quería lo que tenían, y me puse a participar con mayor dedicación.

Me quedan días para cumplir mi condena. Hoy no se me ocurriría pensar en cuánto tiempo pasará antes de regresar. Nunca antes había salido sin ese pensamiento. Si el programa me puede dar un sentimiento de esperanza, un auténtico sentimiento de serenidad, incluso en un lugar como éste, entonces quiero más de lo mismo cuando esté en libertad. Ya he decidido cuál será la primera reunión a la que asistiré; se celebra a poca distancia de la prisión. Me doy cuenta de que ahora tengo que hacer lo que otros muchos han hecho tan generosamente: dar lo que tan liberalmente se me ha dado a mi.

 

Alcohólicos Anónimos, A. A. en prisiones: de preso a preso.