La progresión de la enfermedad del alcoholismo le hará cada día más dificultoso al enfermo alcohólico enfrentar la dimensión de lo real. La locura del alcohol acumulará sentimientos de culpa, resentimientos, la imposibilidad práctica de continuar viviendo, el consiguiente deseo de destruirse, de hundirse, de terminar.

Los límites de esta progresión son verdaderamente impredecibles, un doloroso peregrinar a los centros antialcohólicos, a los hospitales psiquiátricos. En este dantesco hemisferio, el alcohólico encuentra un nuevo refugio a su escapismo: el “sanatorio psiquiátrico”. Sabe, al iniciar cada borrachera, que lo máximo que le puede pasar es terminar en el antialcohólico o en el psiquiátrico, que en la generalidad de los casos le hará caer en nuevos modos de evasión; harán su aparición los tranquilizantes. El hospitalizado es un ausente permanente de la realidad, los medicamentos, lejos de ayudarlo, agravan su problema, viacrucis interminable que lo arrastrará al suicidio o al paro cardiaco. Y de esta manera la sociedad, por ignorancia, condena al enfermo alcohólico a una muerte lenta, dolorosa e ineluctable.

Nadie comprende la tragedia de este ser enfermo en los últimos grados de la progresión de su enfermedad que viaja en tobogán en una descendente escala sin fin. El bar de lujo es sustituido por la cantina, la piquera o la pulquería, la acera, el zaguán, los sótanos del metro, el baldío, donde se pierde la identificación, donde el apodo sustituye al nombre, donde se olvida el calendario para vivir de espaldas al mundo. Ya no hay vergüenza, ni culpa, la enajenación total hasta la muerte.

Otros, cuyo descenso no es tan vertiginoso, vivirán en el autoengaño, retenidos por la complicidad social, unos en una estéril lucha contra el alcohol, logrando apenas periodos más o menos cortos o largos de abstinencia.

Virgilio A., XXXVI Aniversario Movimiento 24 Horas