El enfermo alcohólico es quien tal vez más eche de menos el paraíso perdido, el “mundo perfecto”. A merced de la incapacidad personal para relacionarnos con los demás, de nuestra hipersensibilidad, de la visión distorsionada de la realidad, de los miedos inherentes a la personalidad alcohólica, imposibilitados para integrarnos en una sociedad que nos despreció, y a la que en el fondo también despreciamos, nuestra vida transcurrió en una sensación continua y constante de hallarnos siempre fuera de lugar en “el mundo de los ‘normales’”, un mundo que sentíamos hostil y ante el cual nos vimos obligados a levantar barreras y adoptar disfraces de autoprotección.

A nuestra llegada al Movimiento 24 Horas de Alcohólicos Anónimos, encontramos enseguida una gran hermandad, surgida en el plano del sufrimiento, en la comprensión mutua, en la comunión emocional y espiritual de quienes hemos padecido infiernos similares, supervivientes del mismo naufragio. En los compañeros que nos recibieron descubrimos la necesidad común, imperiosa, de no beber esa primera copa, de iniciar una nueva vida. De pronto otro enfermo alcohólico que parecía conocernos de toda la vida tocaba las fibras más íntimas de nuestro ser, nos brindaba una amistad desinteresada, plena, a prueba de ácido. “No nos importa quién eres, te aceptamos tal y como eres”, escuchamos decir.

Tal vez por eso muchos de nosotros sentimos desde ese primer momento que nos encontrábamos en ese mundo tan añorado de la buena voluntad, donde no existía la obligación de cuidar nuestras espaldas, ni de fingir una personalidad ajena, que podíamos descartar las armaduras que tan laboriosamente habíamos tejido para protegernos, pero que nos impedían recibir el cariño y el afecto de los demás. Podíamos “bajar la guardia”, dejar de vivir “como espías en territorio enemigo…” En definitiva, habíamos llegado a casa.

 

Movimiento Internacional 24 Horas de Alcohólicos Anónimos