Con el transcurso de unos cuantos años más se desarrollaron en mí dos fobias: una era el miedo a no dormir y, la otra, el miedo a quedarme sin bebida. Al no ser un hombre rico, sabía que, si no estaba lo suficientemente sobrio para ganar dinero, se me acabaría la bebida. Por eso no me bebía esa copa que tanto ansiaba por la mañana, pero en vez de esto tomaba grandes dosis de sedantes para aplacar los temblores que tanto me angustiaban. De vez en cuando me rendía a la copa de la mañana, pero, cuando lo hacía, a las pocas horas ya no estaba en condiciones de trabajar. Esto disminuía mis probabilidades de introducir a escondidas en la casa algo de bebida por la noche, lo que a la vez significaría una noche de vueltas en la cama en vano, seguida por una mañana de insoportables temblores. Durante los siguientes quince años tuve el suficiente sentido común para no ir nunca al hospital ni generalmente, recibir pacientes si había estado bebiendo. Por entonces adopté la costumbre de irme a veces a uno de los clubes a los que pertenecía, y a veces acostumbraba a alojarme en algún hotel inscribiéndome con un nombre ficticio; pero generalmente mis amigos me encontraban y me iba a casa, si me prometían no reñirme.

Si mi esposa decidía salir por la tarde, compraba una buena provisión de bebida, la metía a escondidas en casa y la escondía en la carbonera, entre la ropa sucia, sobre los batientes de las puertas o en los resquicios del sótano. También me servían los baúles y cofres, el recipiente de las latas viejas e incluso el de la ceniza. Nunca usé el depósito de agua del excusado porque me parecía demasiado fácil. Después descubrí que mi esposa lo inspeccionaba frecuentemente. Cuando los días de invierno eran suficientemente oscuros, metía pequeñas botellas de alcohol en un guante y las tiraba al porche de atrás. El contrabandista que me surtía escondía bebida en la escalera de atrás para que la tuviera a mano. Solía metérmela en los bolsillos, pero me los registraban y esto se volvió muy arriesgado. También solía meterme pequeñas botellas en los calcetines; esto dio muy buen resultado hasta que mi esposa y yo fuimos al cine y descubrió mi truco.

No voy a relatar todas mis experiencias en hospitales y sanatorios.

Durante todo este tiempo nuestros amigos nos condenaron más o menos al ostracismo. No podían invitamos porque era seguro que me emborracharía y mi esposa no se atrevía a invitar a nadie por la misma razón. Mi fobia por el insomnio imponía que me emborrachara cada noche, pero para poder conseguir bebida para la siguiente tenía que estar sobrio por la mañana y abstenerme de beber hasta las cuatro de la tarde por lo menos. Proseguí con esta rutina durante diecisiete años con pocas interrupciones. En realidad era una pesadilla horrible ese ganar dinero, conseguir bebida, meterla a escondidas a casa, emborracharme, temblar por las mañanas, tomar grandes dosis de sedantes para poder ganar más dinero y así ad nauseam. Les prometía que no volvería a beber a mi esposa, a mis hijos y a mis amigos, promesas que raramente me mantenían sobrio ni durante un día, a pesar de haber sido muy sincero al hacerlas.

 

A.A., Alcohólicos Anónimos