Traté de ayudar a este hombre. Fue una experiencia humillante, es imposible disfrutar un fracaso total; el orgullo queda hecho una ruina. Nada parecía funcionar. Lo llevaba a Alcohólicos Anónimos y se sentaba en su nube, y yo sabía que sólo su cuerpo estaba presente. Iba a su hogar, y o estaba borracho o se escapaba por detrás. Su familia comenzaba a entrar en un periodo de auténticas penurias; podía sentir su desesperación.

Entonces sucedió el episodio del hospital, en la última de una larga cadena de hospitalizaciones. Entró en delírium tremens y tuvo convulsiones tan violentas que hubo que amarrarle a la cama. Ya en estado de coma, tuvo que ser alimentado por vía intravenosa. Cada día en que lo visitaba se veía peor, aunque parecía imposible. Por seis días permaneció inconsciente, sin efectuar ningún movimiento, excepto los temblores periódicos. El séptimo día lo visité otra vez. Al entrar en su cuarto me di cuenta de que le habían quitado las ligaduras que lo ataban a la cama y los tubos de alimentación. Me entusiasmé. ¡Iba a lograrlo! El doctor y la enfermera cortaron de raíz mis esperanzas. Se estaba muriendo rápidamente.

Después de hacer los arreglos para traer a su esposa, se me ocurrió que siendo católico había ciertos ritos de su religión que deberían ser cumplidos. Era un hospital católico, por lo que me dirigí al vestíbulo y localicé a una religiosa, quien avisó a un sacerdote, y junto con otra hermana me acompañaron. Mientras entraba el sacerdote, nos sentamos en el banco del corredor. Sin previo acuerdo los tres inclinamos nuestras cabezas y comenzamos a rezar –la dos hermanas y yo, un presbiteriano.

No tengo forma de saber cuánto tiempo transcurrió. Sé que el sacerdote ya se había ido a atender sus demás deberes. Lo que nos regresó al presente inmediato fue un ruido en el cuarto. Cuando nos asomamos, ¡el paciente estaba sentado en la cama!. “Muy bien, Dios mío”, dijo, “ya no quiero permanecer más tiempo en la retaguardia. Dime qué quieres que haga, y lo haré.” Los doctores afirmaron después que en sus condiciones físicas le era imposible moverse, y menos aún sentarse. Y desde que ingresó al hospital no había proferido una sola palabra.

Pero el verdadero milagro sucedió los diez años siguientes. Empezó a ayudar a la gente. Y quiero decir eso: ¡Ayudar! Ninguna llamada era demasiado difícil, demasiado inconveniente, demasiado “desesperada”. Fundó un grupo de A.A. en su pueblo, y se siente aturdido si se menciona esto a otras personas.

Ya no es el mismo hombre a quien intenté transmitir el mensaje. Fracasé en todos mis esfuerzos para ayudar al hombre al que yo conocía. Y entonces ese alguien creó un hombre nuevo.

Alcohólicos Anónimos, Llegamos a creer… (Cap. 2: “Experiencias espirituales”)