Balance de cuentas

 

La primera vez que experimenté la libertad fue cuando estaba encarcelado. Se me había guiado por los primeros siete pasos y había empezado a despertar espiritualmente. Confiaba en el proceso de Alcohólicos Anónimos y comenzaba a confiar en Dios, tal y como yo lo concebía.

Sin embargo, mi padrino y yo nos veíamos enfrentados con un problema de ubicación. Por dispuestos que estuviéramos a hacer reparaciones directas, el Estado no nos permitiría que saliéramos para hacerlo.

Al discutir sobre estos asuntos, se puso en evidencia que la clave del octavo paso es la disposición y buena voluntad; si aquel Dios fuera realmente amoroso y compasivo, como parecía ser, no se nos mantendría cautivos simplemente por no poder alcanzar a aquéllos a quienes debíamos restitución. Parecía que la libertad vendría cuando yo estuviera enteramente dispuesto para hacer enmiendas donde fuera posible hacerlas.

Mi padrino me propuso un ejercicio. Yo haría una lista de todos a quienes había perjudicado. La lista empezaría con los nombres que aparecían inscritos en mi inventario personal. Se me sugirió que había otros muchos a quienes había herido cuyos nombres también debían inscribirse en la lista, a pesar de que no tuviera miedo o resentimientos en conexión con ellos. Tendría que esforzarme por describir con toda posible claridad el daño que les había causado. Pero –mi padrino me hizo notar– aun si sabía lo que había hecho a cada persona, era tan insensible que, probablemente, no sabía las consecuencias de mis acciones. Me dio la llave que abría la puerta de la libertad: tendría que cerrar los ojos e imaginarme a cada persona allí frente a mí, mirarle a los ojos y preguntarme si podría sentirme realmente dispuesto a decirles: “Me equivoqué y te causé algún daño. Te ruego me digas qué tenemos que hacer para balancear las cuentas”. Esa noche, sentado en la celda, repasando mi lista, tuve la experiencia que había ido buscando toda mi vida: me sentía elevado y liberado.

En mi ceguera, siempre había creído que un despertar espiritual era el final del camino. Ahora que lo había vivido, me daba cuenta de que no era sino el comienzo. Por fin, a la edad de 34 años, podía realmente empezar a vivir.

Don P., A. A. en prisiones: de preso a preso.