En la época en que me fue transmitido el mensaje de Alcohólicos Anónimos, no existía la conciencia de que el alcoholismo fuera una enfermedad. En estas condiciones tan adversas fue un auténtico milagro que yo recibiera el mensaje y pudiera salvar la vida.

Obviamente lo recibí de otro enfermo alcohólico, alguien que sabía de lo que hablaba. Por supuesto no me gustó, porque mencionaba cosas que siempre rechacé, miedos, emociones que siempre quise tapar, odios muy grandes, muy especiales. No lo soportaba. Hasta que un día me comentó: “¿Por qué no vas al grupo, para que sepas de qué se trata?” Yo llegué a A.A. mitómano, y sin embargo ese día no sé por qué no encontré ninguna excusa y le dije que sí. Bueno, sí sé: quería quedar bien con él.

Así llegué. No entendía absolutamente nada. Se me acercaron los compañeros. Venía del carnaval, del mundo de fuera, y cuando me preguntaron qué me había parecido, les respondí: “Muy bien, muy interesante. Por aquí me daré una vuelta”. La eterna comedia. Regresé dos o tres veces. Pensé: “Voy a venir cinco o seis días, y mi propio amigo verá que no soy alcohólico. Así quedo bien con él, y no pasa nada”.

Unos días después me llamó mi padrino, el que me transmitió el mensaje: “¿Y el grupo, Virgilio?” “De eso quiero hablarte. Bebí.” “Está bien.” “No. ¿Cómo que está bien?” Sentía que me moría. “Sí, está bien. Tú no tienes problemas con tu manera de beber, tú no; eres un borracho, pero problemas no tienes.” “No. Sí tengo. Siento que me muero.” “No”, me dijo, “para llegar a un grupo de A.A. hay que tocar fondo, y a ti te falta, tiene que sucederte algo fuerte para que toques fondo verdaderamente, estás muy entero. Te falta fondo… si es que eres enfermo alcohólico. Toca fondo, y entonces tendrás la oportunidad de llegar… si eres alcohólico.” “No, ya no quiero, sí soy enfermo alcohólico.” “Está bien. Pero ya no te voy a decir nada. Te estimo mucho, no quiero perder tu amistad. Si quieres llegar, ya sabes dónde es. Nadie puede dejar de beber por ti. Si quieres dejar de beber, tienes que hacerte responsable de tu vida.”

Era un 10 de mayo, y había invitado a la compañera a cenar. Ya no me decía nada, ya no me creía. Bebí dos sangrías, y cuando iba a empezar la tercera algo me dijo: “Si la bebes, no llegas. Y sabes que eres enfermo alcohólico”. Entonces le dije que se fuera a casa. Se me quedó mirando: “Ya la agarraste, ¿verdad?” “No.” Porque siempre le hacía eso. Al final se fue, tomé un taxi y llegué al Grupo Hamburgo de A.A. Ya había terminado la junta normal. En aquella época llegaban muy pocos alcohólicos, porque nadie transmitía el mensaje, y si lo hacían era de tú a tú. Generalmente vivían como en catacumbas, encapuchados, como si sintieran vergüenza de militar en un grupo de A.A.

Los compañeros se alegraron: “¿Cómo estás? ¿Ahora sí vas a pasar a tribuna? ¿Ahora sí vas a regalarnos tu historial?” “Sí.” Abrieron un maratón y me pasaron a tribuna. Cuando bajé, comenzaron a subir para hacerme conciencia. Llegó el momento en que mi padrino, como a eso de las tres de la madrugada, me comentó: “Oye, te están tratando como recaído, y tú no eres recaído. Los voy a parar”. “No. Déjalos.” “¿Déjalos?” “Sí. Déjalos”, le dije. “Mira, si me marcho a casa, me muero, siento que se me para el corazón, que no voy a amanecer. Las noches son infernales. No. Déjalos, que digan lo que quieran, porque me estoy sintiendo bien.” Y me quedé. Gracias a Dios, desde ese momento, y de esto hace ya algunas 24 horas, no me he vuelto a llevar esa primera copa a la boca. El mundo cambió. Y comenzó esta maravillosa aventura.

Virgilio A., XXXVI Aniversario del Movimiento Internacional 24 Horas de A.A.