Uno de los hombres, creo que fue el Dr. Bob, me preguntó: “¿Quieres dejar de beber?” Respondí: “Sí, me gustaría dejarlo, por lo menos durante unos seis u ocho meses, hasta que pueda poner mis cosas en orden y vuelva a ganarme el respeto de mi esposa y de algunos otros, arreglar mis finanzas, etc.” Los dos se echaron a reír de buena gana: “Sería mejor que lo que has estado haciendo, ¿verdad?”, lo que era, por supuesto, cierto. Y siguieron: “Tenemos malas noticias para ti. A nosotros nos parecieron malas noticias, y a ti probablemente te lo parecerán también. Aunque hayan pasado seis días, seis meses o seis años desde tu última copa, si tomas una o dos acabarás atado a la cama en el hospital, como has estado durante los seis meses pasados. Eres un alcohólico”. Que recuerde, ésta fue la primera vez que presté atención a aquella palabra. Me imaginaba que era simplemente un borracho. Y añadieron: “No, sufres una enfermedad y no importa cuánto tiempo pases sin beber, después de beber una o dos copas, te encontrarás como estás ahora”. En aquel entonces, esa noticia fue verdaderamente desalentadora.
Seguidamente me preguntaron: “Puedes dejar de beber durante 24 horas, ¿verdad?” “Sí, cualquiera puede dejarlo durante 24 horas”. Insistieron: “De eso justamente hablamos. 24 cada vez”. Esto me quitó un peso de encima. Cada vez que comenzaba a pensar en la bebida, me imaginaba los largos años secos que me esperaban sin beber; esta idea de las 24 horas y que la decisión dependiera de mí me ayudaron mucho.
Durante los siguientes dos o tres días, llegué por fin a la decisión de entregar mi voluntad a Dios y de seguir el programa lo mejor que pudiera. Sus palabras y sus acciones me habían infundido una cierta seguridad. Aunque no estaba absolutamente seguro. No dudaba de que el programa funcionara, dudaba de que yo pudiera atenerme a él; llegué no obstante a la conclusión de que estaba dispuesto a dedicar todos mis esfuerzos a hacerlo, con la gracia de Dios, y que deseaba hacer precisamente esto. En cuanto llegué a esta decisión, sentí un gran alivio. Supe que tenía alguien que me ayudaría, en quien podía confiar, que no me fallaría. […] Recuerdo que, cuando volvieron, les dije: “Acudí a este Poder Superior, y le dije que estoy dispuesto a anteponer su mundo a todo lo demás. Ya lo he hecho, y estoy dispuesto a hacerlo otra vez ante ustedes, o a decirlo en cualquier sitio, en cualquier parte del mundo, de aquí en adelante, sin tener vergüenza”. Y esto, como ya he dicho, me deparó mucha seguridad; parecía quitarme una gran parte de mi carga.
Recuerdo haberles dicho también que iba a ser muy duro, porque hacía otras cosas: fumaba, jugaba y a veces apostaba; y me respondieron: “¿No te parece que en el presente la bebida te está causando más problemas que cualquier otra cosa? ¿No crees que vas a tener que hacer todo lo que puedas para deshacerte de ella?” Les repliqué a regañadientes: “Sí, probablemente será así.” “Dejemos de pensar en los demás problemas; es decir, no tratemos de eliminarlos todos de un golpe, y concentrémonos en el de la bebida”. Por supuesto, habíamos hablado de varios de mis defectos y hecho un tipo de inventario que no fue difícil hacer, ya que tenía muchos defectos muy obvios, porque los conocía de sobra. Luego añadieron. “Hay una cosa más. Debes salir y llevar este programa a otra persona que lo necesite y lo desee”.
A.A., Alcohólicos Anónimos