“El vacío que tenía dentro ahora está lleno…”

 

Por mucho que me gustara beber y los efectos que me producía, empecé a tener algunas inquietudes. Por gastar tanto dinero en bebidas, no tenía nada ahorrado; la gente con la que salía se molestaba conmigo cuando lo único que yo quería era beber; mis viejos amigos de la escuela dejaron de incluirme en sus planes porque siempre ponía la bebida en primer lugar. Todo eso pasó muy rápidamente y en un plazo de dos años no podía hacer más que ir a trabajar y beber. Ya no experimentaba esa maravillosa sensación producida por las primeras copas, y empecé a tomar bebidas diferentes tratando de recobrarla. Lo único que conseguía era una sensación de dolor sordo, y paranoia.

Nunca se me ocurrió que mi estado mental estaba relacionado con mi forma de beber. Durante un par de años seguí bebiendo de la misma forma. Pero aunque mi forma de beber no cambió mucho, yo sí lo hice. Hacía todas las cosas que me había prometido no hacer nunca. Me odiaba a mí misma por las cosas que hacía y por las cosas que no hacía. La vida parecía no tener sentido, y me sentía vacía dentro. No sabía qué era peor, vivir o morir.

Llegó el momento en que perdí mi capacidad para aguantar el alcohol y empecé a emborracharme mucho bebiendo poco. Incluso mis compañeros de copas parecían avergonzarse de estar conmigo. De vez en cuando, pensaba que la bebida era la causa de mi cambio de personalidad; pero la mayor parte del tiempo creía que me estaba volviendo loca. Me hice muchas promesas a mí misma. Olvídalo. No podía hacer nada más que beber y sentir dolor.

De vez en cuando oía en la radio un anuncio de Alcohólicos Anónimos, o veía en las librerías libros sobre el alcoholismo, y me preguntaba: “¿Es eso lo que eres, Gracia, una alcohólica?”; pero sabía que no lo era. Todavía tenía un trabajo, y era demasiado joven y además una mujer. Sin embargo, aquellos libros y anuncios de radio debían de haber sembrado una semilla, porque la palabra “alcohólica” empezaba a tener un efecto en mí.

No tenía la menor duda de que necesitaba ayuda, pero no sabía para qué. Pero mi jefe sí lo sabía. La consejera con quien hablé me puso las cosas muy fáciles. Mientras estaba con ella, llamó por teléfono a una mujer que se iba a convertir en mi primer contacto de Alcohólicos Anónimos. Hablé entonces con ese miembro de A.A. y una voz tremendamente calurosa me dijo: “Ya ha pasado lo peor, Gracia”. Lloré y lloré de alivio. Esperaba que ella tuviera razón.

Esa noche asistí a una reunión de Alcohólicos Anónimos con aquella mujer y, a pesar de lo temerosa que estaba –de fracasar, de no ser aceptada–, no olvidaré el ambiente de verdadera aceptación que había en esa sala. No recuerdo lo que dijo la gente, sólo recuerdo cómo me sentía. Me sentía como en casa y quería quedarme. Con el tiempo, llegué a darme cuenta de que podía dejar de beber, un día a la vez. Mi vida y la opinión que tengo de mí misma han mejorado tremendamente. Ahora tengo más amigos que nunca. El vacío que tenía dentro ahora está lleno.

 

Alcohólicos Anónimos, Los jóvenes y A.A.