Fernando (se unió a A. A. A los 22 años)

 

Al ver a la gente de Alcohólicos Anónimos me decía que si yo fuera tan viejo o me encontrara tan mal como ellos dejaría de beber. Decía: “Para ti es fácil decir ‘deja de beber. Pero yo sólo tengo 22 años”.

En mi último año en la escuela, el alcohol había empezado ya a afectar mi vida. Mis calificaciones escolares iban empeorando progresivamente conforme bebía más. Mis intereses habían cambiado de las aficiones sanas de la adolescencia a la bebida. Todos los días bebía y/o consumía alguna droga, experimentaba lagunas mentales.

Después fui a la universidad, y tan pronto como localicé los bares vecinos, rara vez iba a clase. Abandoné los estudios y empecé a trabajar. Con el aumento de mi sueldo, bebía aún más. Al poco tiempo, estaba bebiendo antes de trabajar, durante el almuerzo, después del trabajo mientras esperaba el tren, y en el bar del barrio después de cenar. Algunas noches me divertía, pero las diversiones no eran tan frecuentes como en la escuela secundaria. Atontado por la bebida, hacía cosas que herían y avergonzaban a mí y a mis amigos. Al levantarme (a veces después del mediodía), abrumado por el remordimiento y la culpa, creía que había una sola cosa que los podía apaciguar, una copa.

El alcohol me metía cada vez más en situaciones en las que no quería encontrarme. Empezaba a pensar que tal vez estaba loco y la única cosa que me salvaba de la desintegración era la bebida. Estaba preocupado de que me echaran a la calle, de perder mi novia o mi trabajo; no obstante, mi único interés era emborracharme. Mi círculo de amistades iba disminuyendo […] Dedicaba mucho tiempo a tratar de ocultar de otros los efectos que el alcohol tenía en mí. El alcohol me producía depresiones. Esperaba contraer una enfermedad mortal para poder beber como yo quisiera y que nadie me fastidiara por hacerlo, ya que de todas formas iba a morirme. No tenía la menor idea de que el alcoholismo era una enfermedad mortal que con el tiempo podría matarme.

Por fin busqué ayuda para lo que yo creía era mi locura. Me imaginé que acabaría con una camisa de fuerza en una celda acolchada. El psiquiatra que me vio me preguntó acerca del alcohol y las drogas. Yo sólo quería hablar de mis otros problemas; él seguía preguntando acerca del alcohol y las drogas. Finalmente me convenció para que fuera a una reunión de Alcohólicos Anónimo. Mi negación seguía valiéndose del pretexto de mi edad y mi falta de una historia de bajo fondo. Me sentaba en las reuniones haciendo comparaciones, diciéndome a mí mismo, “Yo nunca bebía así por la mañana, o nunca me he metido en problemas con la policía. Ves, no soy alcohólico.” Los A.A. me explicaban que lo que importaba no era cuánto bebía, sino cómo me afectaba. “El único requisito para hacerse miembro de A.A. es el deseo de dejar la bebida,” me dijeron. Así que decidí probarlo. Aunque no estaba seguro de que fuera alcohólico, sin duda alguna estaba “harto de estar harto.”

Empecé a asistir a las reuniones de forma regular. Me agarraba al hecho de que no tenía que ser alcohólico para asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Tenía el deseo de dejar de beber sólo por hoy. Sentí un gran alivio al empezar a comprender que ni era malo ni tenía falta de voluntad; estaba enfermo. […] Y aunque las relaciones con mi familia, mis amigos y mis colegas no son perfectas ni sin problemas, ya no están devastadas por los efectos de la bebida y las drogas.

 

Alcohólicos Anónimos, Los jóvenes y A.A.