La culpabilidad, el temor y los remordimientos diarios me acompañaban

 

Tomé mi primera copa a los 13 años. Bebí una gran cantidad de oporto en una apuesta, me puse muy enferma y borracha, y me prometí que nunca más en mi vida bebería de esa forma. En la secundaria bebía porque me gustaba beber, y una vez que empezaba, no estaba dispuesta a dejarlo cuando los demás lo estaban.

Mi marido bebía. Le gustaba y podía aguantar mucho. Tenía un compañero de bebida para toda la vida, y nuestro matrimonio comenzó como una larga celebración. Cerca de un año después del nacimiento de nuestra hija, me puse muy enferma. Nuestro médico de cabecera me aconsejó que dejara de beber; me dijo que era una alcohólica potencial. Me reí de esto, y no le hice caso ni a él, ni a mis amigos y parientes que se lamentaban de mi forma de beber.

Empecé a perder cada vez más el control. Para librarnos de la trampa, nos trasladamos a otro barrio, y conseguí un trabajo. Comencé a inventar pretextos para beber más frecuentemente. Un día, estando de camino al trabajo, necesité un estimulante y me detuve para tomarme una copa. Recuerdo que tomé otras dos después de la primera. El siguiente recuerdo claro que tengo es de tres días más tarde. Por primera vez, conocí el miedo. Le dije a mi familia que yo debía de estar enferma mentalmente, para que esto hubiera ocurrido. Comencé a consultar un psiquiatra. Nunca mencioné el alcohol, salvo para decirle que bebía en ocasiones. No le dije que por lo general me aseguraba de tener siempre la ocasión de beber.

Pasaron los años y finalmente llegué a un punto en que no podía enfrentarme con nada. Mi marido y yo nos separamos varias veces, y cada vez que nos reconciliábamos, esperábamos que las cosas cambiaran. Sí cambiaron. Empeoraron. Un día me dio un ultimátum: él o la bebida. No dudé en escoger —ya no podía vivir sin la bebida.

Durante los dos años siguientes, viví una pesadilla. La culpabilidad, el temor y los remordimientos me acompañaban diariamente. Ya no tenía amigos; cuando me veían andando por la calle, cruzaban al otro lado. La mayor parte del tiempo, parecía una autómata, embrutecida por el alcohol.

Finalmente, aprendí a vivir a través del programa de Alcohólicos Anónimos. Cuando empecé a asistir a las reuniones, mi súplica de ayuda tuvo su respuesta. […] Se me ha ofrecido otra oportunidad de ser la madre que siempre he deseado ser. Sí, tengo el mejor regalo de todos —me han sido devueltos mi hija y su amor—. Ayer sólo existía, sin esperanza, sin nada más que miseria. Hoy vivo con esperanza porque llevo un mensaje de esperanza a otros alcohólicos. Por estas razones, el programa funciona. Deseas desesperadamente tu sobriedad y después de lograrla, la compartes con otros.

 

Alcohólicos Anónimos, A.A. para la mujer