Después de años de vagabundeo alcohólico, un día me enviaron a la prisión. No hay infierno peor que darte cuenta de que has llegado al final de tus recursos. No tenía amigos; no tenía dinero. Algún día tendría que presentarme ante una junta de libertad condicional con un expediente que llevaría las palabras “Alcohólico Sin Techo”. Tal distinción no te da influencia ni contribuye a que consigas la libertad. Tenía 53 años, me habían expulsado del colegio de abogados y no tenía con qué reconstruir una nueva vida. El presente era negro, sin esperanza alguna.

Una noche tenebrosa, silenciosa, recurrí a Dios, como yo lo concebía. No le pedí la libertad, prometiéndole en cambio grandes hazañas. Esa cantaleta le habría resultado aburrida. Simplemente le dije: “Dios, te lo ruego, devuélveme la vida”.

Empecé a participar en Alcohólicos Anónimos en prisión. Al principio, me parecía una pérdida de tiempo: no podría conseguir una copa aunque hubiera querido.

Pasó un año. Empecé a ver que beber en exceso era un síntoma de una enfermedad de la personalidad: una obsesión de la mente, una alergia del cuerpo. Descubrí que incluso en la prisión podía padecer borracheras emocionales. De hecho, no podía evitar hacerlo. Y al darme cuenta de esto, el miedo realmente se apoderó de mí. Era impotente ante mi patrón emocional, y éste fue el patrón que en el mundo de fuera me empujaba hacia los bares. Mis reacciones ante las frustraciones me inundaban de resentimientos, y llevaba una vida amarga y sórdida en mi celda. Poco a poco llegué a darme cuenta de que este patrón, que dentro podía ver con toda claridad, no era en nada diferente de lo que había sido en el mundo libre. Me vi condenado a morir alcohólico, ya fuese dentro o fuera de la prisión. Entonces, en algún momento, pasé del interior de la prisión al interior de mí mismo. Lo que era dentro de mí se reflejaba en mis acciones externas. Me di cuenta en ese momento de que todos los alcohólicos del mundo, dondequiera que estén, están presos…

El problema era demasiado grande para hacerle frente a solas. Así llegué a admitir que era alcohólico y a creer que un poder superior a mí mismo, si lo buscaba, podía devolverme y me devolvería el sano juicio. No me preguntéis por qué este programa da resultado; pero yo sé que poco a poco lo amargo y lo sórdido de mi vida desaparecieron.

Funciona así. Empiezas a ver tus propios defectos en los defectos de los demás y llegas a ser menos crítico con tu prójimo. Nace la compenetración. El confinamiento exasperador no le causa aflicción al que vive el programa. Dios te concede la serenidad para aceptar las cosas que no puedes cambiar, el valor para cambiar las que puedes, y la experiencia te inculca la sabiduría para reconocer la diferencia. La vida en prisión se convertía en una gran aventura, animada, llena de promesas, repleta de progresos diarios hacia la perfección. Encontré la libertad en la prisión.

Alcohólicos Anónimos, A. A. en prisiones: de preso a preso.