En el Movimiento Internacional 24 Horas de A.A. vivimos de las experiencias individuales, vivencias reales que se han reproducido a lo largo del tiempo. Por ello nadie es la voz pura de Alcohólicos Anónimos ni su opinión puede prevalecer ante los demás. Este texto es sólo parte de mi historial, formado en los primeros años de mi militancia en el Grupo 24 Horas Condesa, llamado meritoriamente Grupo Matriz.

Siempre he manifestado el lamentable estado físico, mental y espiritual en el que llegué a A.A., muerto en varios departamentos de mi ser por lo que había vivido en plena inconsciencia, siempre a la defensiva, como un animal perseguido, dispuesto a devolver golpe por golpe y a pegar primero. Por ello, al abandonar la nube rosa, que es un estado inconsciente ya sin alcohol, lo más bonito de mi recuperación, en el que podía vivir todo sin padecer siquiera disturbios emocionales o sentimentales de culpa, al caérseme este impostado, me di cuenta de cuán estéril era para amar, de que de hecho nunca había conocido el amor, resentido con todo el mundo y totalmente cerrado para recibir afecto, y, lo más triste, de mi incapacidad total para retribuirlo.

Muchas veces abordé este tema en la tribuna y les dije a los compañeros que no sentía amor por nadie, que no me entusiasmaba la llegada de un nuevo y que era indiferente a todo. Pero los compañeros me respondieron brindándome amor y comprensión, y cuanto más me rebelaba, más amor recibía, hasta llegar a la conclusión de que todo el sufrimiento que había padecido en la actividad alcohólica, toda la angustia y todos los temores se debían a una falta total de amor hacia mis semejantes.

Y de repente comencé a sentir ese amor que se respira en cada grupo de Alcohólicos Anónimos, el afecto de mis compañeros. No fue la agresión de que sentía era objeto en la tribuna la que logró abrirme, mucho menos la injuria a la que estaba acostumbrado y de la que presumía ser el campeón. Los compañeros me lo advirtieron: “Baja la guardia, Virgilio”, “El combate ya terminó, ya arrojamos la toalla”, “Mientras prosigas en un afán defensivo, jamás podremos tocar tu corazón, ni brindarte la oportunidad de que sientas lo que realmente se vive en nuestro grupo”.

Algo que me ayudó definitivamente fue ver la infinita compasión y bondad de cada uno de los compañeros a la llegada de un nuevo, máxime cuando en aquella época llegaban muchos con ataques etílicos, delirios y, en los casos más benévolos, con vómito imparable. Pude contemplar el espectáculo espiritual más convincente hasta para un renegado como yo: mis compañeros le acercaban un cubo para que el nuevo pudiera vomitar, a los que sufrían ataques les quitaban los zapatos, les desabrochaban el cinturón, les daban masajes, con la cuchara evitaban que se mordieran la lengua. Todo lo que jamás había visto en el mundo de fuera. Fue entonces cuando me convencí de la verdadera práctica del “Amarse los unos a los otros”. Ahí estaban mis semejantes, llenos de compasión y de amor, los que portaban la máscara de insensibles frente a otro ser humano tratando de aliviar el sufrimiento del nuevo. De aquí nació en mí la gratitud y el amor hacia cada uno de mis compañeros. Ya no más injuria, ni indiferencia, ni agresión. Este era el mundo que yo andaba buscando, el paraíso perdido de los seres humanos. Lo había encontrado.

Alguien me aclaró: “Tú afirmas que el alcohólico es quien más añora el paraíso perdido, ese mundo ideal donde no hay envidia, injuria, mezquindad o lucha”. Tiempo después, una periodista que asistía a una conferencia de prensa me comentó: “Creo que el alcohólico y todos los que sufrimos emocionalmente buscamos desesperadamente a Dios: Ya lo han encontrado. No lo sigas buscando, está dentro de ti y de cada uno de tus compañeros, está al alcance de tu mano”. ¡Cuánta razón cuando afirman que el Poder Superior se manifiesta en la conciencia del grupo, que el amor de nuestro Creador, como cada quien lo conciba, nos es dado a través de nuestros propios compañeros, que la auténtica amistad y el auténtico amor se encuentran en el nivel del sufrimiento!

Virgilio A.