Empecé a beber diariamente a los 16 años. A partir de ahí mi forma de beber se aceleró brutalmente: cerveza a mediodía y por la tarde, días en que amanecía con la lata de cerveza en una bolsa de plástico encima de mi mesa de trabajo, licor de hierbas antes de salir de casa. Bebía todo el día, de la mañana a la hora de dormir.

A los 20 años me hospitalizaron por primera vez por intoxicación alcohólica. Creía que era epilepsia, porque perdí el conocimiento y sufrí convulsiones. El doctor me dijo: “Marina, tienes el hígado inflamado y fallos en los riñones. Si sigues bebiendo, vas a morir”. Pero en cuanto salí me acerqué a un bar a tomarme una copita de hierbas. Era lo único que me hacía sentir bien: beber, olvidar. El alcohol era ya casi una necesidad física. Al levantarme sufría temblores, náuseas, el cuerpo no funcionaba si no recibía su dosis de alcohol, su sustento. No podía casi ni caminar. Me habrán hospitalizada unas 20 veces, siempre por lo mismo. Pero volvía a beber, quería morirme ya, que acabase el resentimiento, el odio, la soledad, todo. El último año terminé en centros, asociaciones religiosas, sectas, casas de acogida, y nada. Entraba y salía, con el mismo resultado: la copa. Me moría, sin fuerzas. En mi cabeza, una nube negra constante. Sin salidas. Al reflejarme en los escaparates, veía un monstruo: hinchada, amoratada, sin vida.

Un día me dirigí a una iglesia y entré. Me puse de rodillas y lloré. Rogué que lo que hubiera allá arriba me ayudase. No podía más, estaba sola. Esa misma tarde, en una estación de autobuses, mi mirada se posó sobre dos personas que me miraban sonriendo. No sé cómo pero creo que también sonreí. Al día de hoy son mis compañeros. Me invitaron a lo que ahora llamo “mi casa”.

Desde el momento en que crucé las puertas del Grupo 24 Horas de Alcohólicos Anónimos y me puse en sus manos, no me he vuelto a sentir sola ni un instante. Puedo llorar, puedo reír. A veces no sé muy bien por qué, pero da igual, porque me ayudan a sacar lo que llevo dentro, algo que nunca había podido ni logrado hacer.

Están enseñándome a preguntarme a mí misma por primera vez quién soy: Y con su apoyo, día tras día, busco una nueva vida, una vida sin alcohol. Creo que merece la pena intentarlo, ¿no?

Ahora sé que soy una enferma alcohólica. Habrá días y días, pero siempre estarán mis compañeros para prestarme su experiencia y su fuerza. Me siento orgullosa, porque por fin puedo decir con sinceridad: ¡No quiero volver a beber una copa!

Movimiento Internacional 24 Horas de Alcohólicos Anónimos