EL NACIMIENTO DE ALCOHOLICOS ANÓNIMOS

A.A. tuvo su comienzo en 1935, en Akron, Ohio, como resultado del encuentro de Bill W., un agente de Bolsa de Nueva York, y el Dr. Bob S., un cirujano de Akron. Ambos habían sido alcohólicos desahuciados.

Antes de conocerse, Bill y el Dr. Bob habían tenido contacto con el Grupo Oxford, una sociedad compuesta en su mayor parte de gente no-alcohólica, que recalcaba la aplicación de valores espirituales universales a la vida diaria. En aquella época, los Grupos Oxford de América estaban dirigidos por el renombrado clérigo episcopaliano el Dr. Samuel Shoemaker. Bajo esta influencia espiritual, y con la ayuda de su viejo amigo, Ebby T., Bill había logrado su sobriedad y había mantenido su recuperación trabajando con otros alcohólicos, a pesar del hecho de que ninguno de sus candidatos se había recuperado. Mientras tanto, el ser miembro del Grupo Oxford de Akron no le había dado al Dr. Bob la suficiente ayuda como para lograr su sobriedad.

Cuando por fin el Dr. Bob y Bill se conocieron, el encuentro produjo en el Dr. Bob un efecto inmediato. Esa vez, se encontraba cara a cara con un compañero alcohólico que había logrado dejar de beber. Bill recalcaba que el alcoholismo era una enfermedad de la mente, de las emociones y del cuerpo. Este importantísimo hecho se lo había comunicado el Dr. William D. Silkworth, del Hospital Towns de Nueva York, institución en la que Bill había ingresado varias veces como paciente. Aunque era médico, el Dr. Bob no sabía que el alcoholismo era una enfermedad. Las ideas contundentes de Bill acabaron convenciendo a Bob y pronto logró su sobriedad y nunca volvió a beber.

Ambos se pusieron a trabajar inmediatamente con los alcohólicos confinados en el Hospital Municipal de Akron. Como consecuencia de sus esfuerzos, un paciente pronto logró su sobriedad. Aunque no se había inventado todavía el nombre Alcohólicos Anónimos, estos tres hombres constituyeron el núcleo del primer grupo de A.A. En el otoño de 1935, el segundo grupo fue tomando forma gradualmente en Nueva York. El tercer grupo se inició en Cleveland en 1939. Se había tardado más de cuatro años en producir 100 alcohólicos sobrios en los tres grupos fundadores.

A principios de 1939, la Comunidad publicó su libro de texto básico, Alcohólicos Anónimos. En este libro, escrito por Bill, se exponían la filosofía y los métodos de A.A., la esencia de los cuales se encontraba en los ahora bien conocidos Doce Pasos de recuperación. El libro también llevaba los historiales de 30 miembros recuperados. De este punto en adelante, A.A. se fue desarrollando rápidamente.

También en 1939, el Cleveland Plain Dealer publicó una serie de artículos acerca de A.A., suplementada por algunos editoriales muy favorecedores. El grupo de Cleveland, compuesto solamente de unos 20 miembros, se vio inundado con incontables súplicas de ayuda. A los alcohólicos que llevaban solamente unas cuantas semanas sobrios se les encargó de trabajar con los nuevos casos. Con esto se dio al movimiento una nueva orientación, y los resultados fueron fantásticos. Pasados unos pocos meses, el número de miembros de Cleveland había ascendido a 500. Por primera vez, había evidencia de que la sobriedad podría producirse en masa.

Entretanto, el Dr. Bob y Bill habían establecido en Nueva York en 1939 una junta de custodios para ocuparse de la administración general de la Comunidad recién nacida. Algunos amigos de John D. Rockefeller, Jr. servían como miembros de este consejo, junto con algunos miembros de A.A. Se dio a la junta el nombre de la Fundación Alcohólica. Sin embargo, todos los intentos de recoger grandes cantidades de dinero fracasaron, porque el Sr. Rockefeller había llegado a la conclusión prudente de que grandes sumas de dinero podrían estropear la naciente sociedad. No obstante, la fundación logró abrir una pequeña oficina en Nueva York para responder a las solicitudes de ayuda e información y para distribuir el libro de A.A.—una empresa, dicho sea de paso, que había sido financiada principalmente por los miembros de A.A.

El libro y la nueva oficina pronto resultaron ser de gran utilidad. En el otoño de 1939, la revista Liberty publicó un artículo acerca de A.A. y, como reacción, llegaron a la oficina unas 800 urgentes solicitudes de ayuda. En 1940, el Sr. Rockefeller celebró una cena para dar publicidad a A.A., a la cual invitó a muchos de sus eminentes amigos neoyorquinos. Este acontecimiento suscitó otra oleada de súplicas. A cada solicitud, se le respondía con una carta personal y un pequeño folleto. Además, se hacía mención del libro Alcohólicos Anónimos, y pronto se empezaron a distribuir numerosos ejemplares del libro. Con la ayuda de cartas enviadas de Nueva York y de miembros de A.A. viajeros provenientes de centros ya establecidos, nacieron muchos grupos. A finales del año, había 2,000 miembros de A.A.

Entonces, en marzo de 1941, apareció en el Saturday Evening Post un excelente artículo acerca de A.A., y la reacción fue tremenda. Para finales de ese año, el número de miembros había ascendido a 6,000 y el número de grupos se había multiplicado proporcionalmente. La Comunidad fue extendiéndose a pasos gigantescos por todas partes de los Estados Unidos y Canadá.

En 1950, había en todas partes del mundo unos 100,000 alcohólicos recuperados. Por muy impresionante que fuera ese desarrollo, la década de 1940 al 1950 fue una época de gran incertidumbre. La cuestión crucial era si todos aquellos alcohólicos volubles podrían vivir y trabajar juntos en sus grupos. ¿Podrían mantenerse unidos y funcionar con eficacia? Esa pregunta quedaba todavía sin respuesta. El mantener correspondencia con miles de grupos referente a sus problemas particulares llegó a ser uno de los principales trabajos de la sede de Nueva York.

No obstante, para el año 1946, ya era posible sacar algunas conclusiones bien razonadas en lo concerniente a las actitudes, costumbres y funciones que se ajustarían mejor a los objetivos de A.A. Estos principios, que habían surgido de las arduas experiencias de los grupos, fueron codificados por Bill en lo que hoy día se conoce por el nombre de las Doce Tradiciones de Alcohólicos Anónimos. Para 1950, el caos de los tiempos anteriores casi había desaparecido. Se había logrado enunciar y poner en práctica con éxito una fórmula segura para la unidad y el funcionamiento de A.A.

Durante esa frenética década, el Dr. Bob dedicaba sus esfuerzos al asunto de la hospitalización de los alcohólicos y a la tarea de inculcarles los principios de A.A. Los alcohólicos llegaban en tropel a Akron para obtener cuidados médicos en el hospital Santo Tomás, una institución administrada por la iglesia católica. El Dr. Bob se integró en el cuerpo médico de este hospital, y él y la extraordinaria Hna. M. Ignacia, también del personal del hospital, facilitaban atención médica e inculcaban el programa de A.A. a unos 5,000 alcohólicos enfermos. Después de la muerte del Dr. Bob en 1950, la Hna. Ignacia siguió trabajando en el Hospital de la Caridad de Cleveland, donde contaba con la ayuda de los grupos locales y donde otros 10,000 alcohólicos enfermos encontraron A.A. por primera vez. Este trabajo era un preclaro ejemplo de disposiciones hospitalarias que permitían que A.A. cooperara venturosamente con la medicina y la religión.

En ese mismo año de 1950, A.A. celebró en Cleveland su primera Convención Internacional. En esa convención el Dr. Bob hizo su último acto de presencia ante la Comunidad y, en su charla de despedida, se enfocó en la necesidad de mantener simple el programa de Alcohólicos Anónimos. Junto con los asistentes, él vio a los delegados adoptar con entusiasmo las Doce Tradiciones de A.A. para el uso permanente de la Comunidad en todas partes del mundo. (Murió el 16 de noviembre de 1950.)

Al año siguiente ocurrió otro acontecimiento muy significativo. Las actividades de la oficina de Nueva York habían sido grandemente ampliadas y en esas fechas incluían las relaciones públicas, consejo a los nuevos grupos, servicios a los hospitales, a las prisiones, a los Solitarios e Internacionalistas, y cooperación con otras agencias en el campo del alcoholismo. La sede también publicó libros y folletos “uniformes” de A.A. y supervisaba la traducción de esta literatura a otros idiomas. Nuestra revista internacional, el A.A. Grapevine, ya tenía una elevada circulación. Estas actividades y otras más habían llegado a ser indispensables para A.A. en su totalidad.

No obstante, estos servicios vitales estaban todavía en manos de una aislada junta de custodios, cuyo único vínculo con la Comunidad había sido Bill y el Dr. Bob. Como los cofundadores habían previsto años atrás, llegó a ser imperativo vincular a los custodios de los servicios mundiales de A.A. (ahora la Junta de Servicios Generales de Alcohólicos Anónimos) con la Comunidad a la cual servían. Por lo tanto se convocó una reunión de delegados de todos los estados y provincias de los EE.UU. y Canadá. Así constituido, este organismo de servicio mundial se reunió por primera vez en 1951. A pesar de cierta aprensión suscitada por la propuesta, la asamblea tuvo un gran éxito. Por primera vez, los custodios, anteriormente aislados, eran directamente responsables ante A.A. en su totalidad. Se había creado la Conferencia de Servicios Generales de A.A. y, por este medio, se había asegurado el funcionamiento global de A.A. para el futuro.

La segunda Convención Internacional tuvo lugar en St. Louis en 1955 con motivo de la conmemoración del 20º aniversario de la Comunidad. Para aquel entonces, la Conferencia de Servicios Generales ya había demostrado su indudable valor. En esa ocasión, en nombre de todos los pioneros de A.A., Bill transfirió a la Conferencia y a sus custodios la futura vigilancia y protección de A.A. En ese momento, la Comunidad tomó posesión de lo suyo; A.A. llegó a su mayoría de edad.

Si no hubiera sido por la ayuda de los amigos de A.A. en sus primeros días, es probable que Alcohólicos Anónimos nunca hubiera existido. Y de no haber contado con la multitud de amigos que, desde entonces, han contribuido con su tiempo y su energía—especialmente nuestros amigos de la medicina, la religión y los medios de comunicación—A.A. nunca podría haber crecido y prosperado. La Comunidad expresa su perenne gratitud por esta amistosa ayuda.

El 24 de enero de 1971, Bill murió de pulmonía en Miami Beach, Florida, donde—hacía siete meses—había pronunciado ante la Convención Internacional del 35º Aniversario lo que resultaron ser sus últimas palabras a sus compañeros de A.A.: “Dios les bendiga a ustedes y a Alcohólicos Anónimos para siempre.”

Desde entonces, A.A. ha llegado a ser una comunidad de extensión mundial, lo cual ha demostrado que la manera de vivir de A.A. hoy día puede superar casi todas las barreras de raza, credo e idioma.

NACIMIENTO DE LOS GRUPOS 24 HORAS DE ALCOHÓLICOS ANÓNIMOS

( Extraido del Libro 24 Horas de A.A.)

La historia de un hombre, cuando se trata de la propia, no la de un hombre inventado, posible o inexistente, sino de un hombre real, único y vivo, ensayo grandioso de la naturaleza, es esencial y eterna. Y cada hombre, mientras vive en alguna parte, es digno de toda atención.

La historia del Movimiento 24 Horas de Alcohólicos Anónimos está íntimamente ligada a un conjunto de hombres y mujeres que, para nacer, primero tuvieron que morir.

El nacimiento

En la esquina que forman las calles de Hamburgo y Niza, en un local ubicado en el tercer piso de un edificio que se quedó atrás en el tiempo, y que ostenta dentro de la heterogénea arquitectura de la llamada Zona Rosa rasgos propios y singulares, un conjunto de hombres y mujeres que se reunían noche a noche para compartir experiencias y, por 24 horas, detener la enfermedad que habían llevado a cuestas a lo largo de toda una vida.

Las reuniones de esta sociedad, la más democrática del mundo, las conduce un coordinador elegido por la mayoría de los asistentes. Dieciséis hombres ocupan todos los días la tribuna para hablar de su historia, para hablar de su presente, para limpiar su conciencia y para elevar su mente en momentos en que la civilización humana tiene su reposo, tiene su tregua, y en cada uno de estos hombres se aposenta una extraña mansedumbre. En la pantalla del cielo interior de cada uno de estos hombres se está realizando una muerte personal y exclusiva.

Estos hombres tienen nombre pero no apellido; no tienen antecedentes, ni referencias comerciales. Conocemos a cada uno de ellos solamente mediante su primer nombre, las personalidades se quedan afuera. Hombres dispuestos a renunciar a su pensamiento en aras del bienestar común, hombres para los que vivir es renunciar a sí mismos y entregar su vida y voluntad a la esperanza de una nueva vida.

Guillermo M., Édgar C., Rodolfo M., Víctor J., Héctor S. y Virgilio A. son algunos de los nombres de los militantes de esta sociedad. Afuera, un letrero luminoso anuncia: Grupo Hamburgo de Alcohólicos Anónimos.

El Grupo Distrito Federal de Alcohólicos Anónimos había sido el antecedente más cercano. Las personas que por aquellas fechas se reunían en el local, habían descubierto, o empezaban a descubrir, una mayor necesidad de comunicación, una mayor necesidad de integración y de crecimiento. Por este motivo una de las características del Grupo Hamburgo se hallaba en la celebración de juntas maratónicas, sin límite de tiempo ni de forma, a través de las cuales brotaba la viva corriente subterránea de la personalidad del alcohólico, impulsión poderosa de tendencias primordiales, dolorosamente estancadas hasta entonces y retenidas en profundos estratos psíquicos.

“Mi nombre es Guillermo y soy alcohólico”.

Esta afirmación cotidiana implica, en los grupos de Alcohólicos Anónimos, la admisión de la enfermedad del alcoholismo, tal vez la confrontación más seria de un enfermo que busca su recuperación. Tal parece que la dificultad para declararse enfermo la constituye el hecho de no tomar conciencia de la enfermedad. Es indudable que el alcoholismo es cruel y es irónico. Es cruel porque la sociedad no ha logrado tomar conciencia de que el alcoholismo es una enfermedad. Y es irónico porque el propio sujeto que la padece rechaza, a veces con energía, la posibilidad de ser un enfermo: el alcohólico defiende su enfermedad a las gradas de la locura y de la muerte.

“En mi adolescencia asistía a pocas reuniones sociales, puesto que siempre me embargó una excesiva timidez. Tenía serios problemas de comunicación que me impedían tratar a las jovencitas de mi edad, en mi casa se vivía un matriarcado y mi madre se oponía de manera definitiva a que saliera de la casa. Fue en esta época cuando empecé a darme cuenta de que bebiendo una o más copas de alcohol en una fiesta las inhibiciones y la timidez desaparecían y me volvía alegre y audaz, por lo que el alcohol fue en aquella época un invaluable ayudante en mi trato social”.

“A los 24 años contraje nupcias y quise imponer de manera absurda a mi esposa mi propia dependencia materna –por demás enfermiza-, con resultados desastrosos. No podía explicarme por qué la renuncia de mi compañera a aceptar que mi madre guiara nuestro hogar conyugal. Neciamente me dejaba manejar por mi madre, quien me indicaba con frecuencia: ‘Antes de tener mujer, tuviste madre’”.

“Los años comenzaron a transcurrir y con ellos se fue acrecentando la necesidad de seguir bebiendo. Me estaba convirtiendo en un bebedor periódico, después de cada día de embriaguez hacía votos solemnes en el sentido de no volver a beber ni una copa más de alcohol, y justo es decir que en esos momentos de depresión, inherentes a la cruda moral, era honesto en mis deseos, que nunca pude cumplir. Pronto comencé a visitar psiquiatras, neurólogos y psicoanalistas, pero por mi deshonestidad nunca pudieron ayudarme. En la misma forma empezó mi recorrido por sanatorios antialcohólicos. Supe lo que era estar internado, lleno de conmiseración y arrepentimiento, sintiéndome el peor de los hombres y sabiendo que había fracasado absolutamente en todo lo emprendido, y de manera muy especial en mi forma de beber, que me había conducido al aislamiento dentro de la sociedad. Estaba desahuciado, no tenía remedio, había intentado todo, y nada había dado resultado. Así llegué a Alcohólicos Anónimos, para lograr con el programa un cambio, una conversión en lo más íntimo de mi ser”.

Como Guillermo, muchos llegamos a Alcohólicos Anónimos. La conciencia de nuestra realidad se fue haciendo clara a través de la militancia, a través de la comunicación, mediante la experiencia de compañeros con mayores vivencias.

Mi nombres es Virgilio y soy alcohólico.

Recuerdo que cuando me fue transmitido el mensaje de Alcohólicos Anónimos estaba padeciendo de una de las últimas crudas alcohólicas que viví. Un amigo mío, ex compañero de escuela con el que sostenía relaciones de trabajo, se encontraba por este motivo en mi oficina.

En un estado como el que atravesaba en esos momentos, sentía una enorme necesidad de comunicación. Puedo afirmar que en realidad este síntoma lo padecí toda mi vida, pero siempre un impulso irrefrenable de mentir, una necesidad de ser aceptado por otro ser humano y un temor permanente al rechazo.

-Tengo una cruda fatal –fueron las palabras con que inicié nuestro diálogo.

Mi amigo alzó la vista, se me quedó mirando unos instantes y me dijo:

-Pero tú no tienes problema con tu manera de beber. Yo sí soy alcohólico.

-Yo también –contesté inmediatamente.

Estaba muy lejos de sentirme un alcohólico. Por esas fechas ni siquiera sabía que el alcoholismo es una enfermedad incurable, progresiva y mortal. Sin embargo la frase que inconscientemente pronuncié era producto del deseo que siempre tuve de poder despertar en los otros seres humanos algún sentimiento de preferencia, de admiración y, de no ser posible, aunque fuera de lástima.

Mi amigo comenzó a relatarme vivamente diversos episodios de su vida alcohólica. Por mi parte no lograba comprender su intención. En esos tiempos estaba viviendo una etapa de la enfermedad alcohólica en la que tenía una enorme tolerancia hacia el alcohol. Hacía ya algunos años que, siendo un bebedor compulsivo, había acudido a la ciencia médica y había estado sujeto a un tratamiento a base de medicinas. En esta etapa, dolorosa por cierto, fui víctima de una neurosis permanente, de miedo e inseguridad manifiestos en todos los momentos de mi vida. Recuerdo que, después de seis meses de abstinencia, un problema circunstancial de trabajo me había hecho volver a beber. La cruda alcohólica fue verdaderamente brutal, fui víctima de una angustia enorme y de diversos malestares físicos. En esta época, también, afloraron en mí claros síntomas de hipocondría. A esta borrachera sucedió otra, ahora por problemas familiares. Definitivamente sentía que era una gente descompensada en la vida, que tenía que huir usando como vehículo de escape el alcohol porque mi realidad personal y circundante me parecía insoportable.

Mi propia persona no me gustaba. Deseaba ser diferente, había querido ser fuerte físicamente y era un alfeñique; había deseado ser un hombre de valor y vivía atormentado por el miedo; aparentaba ser una persona segura, un hombre de carácter, y sin embargo intuía que mi realidad estaba en contraposición a esos deseos. Para compensar toda esta serie de carencias que percibía en mi persona desde la adolescencia, había descoyuntado el instinto de seguridad y me había convertido en un avaro, en un ambicioso insatisfecho que buscaba compulsivamente triunfos materiales para esconder tras murallas de ficción y fantasía una personalidad atormentada.

La realidad que me rodeaba hubiera satisfecho la ambición de cualquier persona normal. Había realizado algunos logros materiales y, sin embargo, vivía insatisfecho, vivía temeroso, vivía desconfiado, como un espía en territorio enemigo. Desde niño busqué fugarme de mi propia realidad, desbordando con fantasías una mente que se negaba a aceptar aquello que los sentidos estaban viviendo.

¿Cómo huir de ese desasosiego crónico? ¿Cómo escapar de esa realidad lacerante? ¿Cómo lograr trascender ese inmenso sentimiento de soledad, ese vacío permanente de mi propia vida? ¿Cómo lograr una correcta aceptación a un mundo que parecía superior a todas mis fuerzas?

Frustración constante al sentir la impotencia para vivir. Solamente en la cantina, cuando la fantasía adquiría algunos visos de realidad y lograba la fuga, podía sentirme compensado, pero invariablemente, llegaba el amanecer y con él la confrontación con mi realidad.

Mi amigo supo desde los primeros momentos que se estaba enfrentando a un ególatra, a un soberbio, y tuvo que hacer uso de toda su tolerancia para poder transmitir el mensaje. Así logró llevarme al Grupo Hamburgo de Alcohólicos Anónimos.

“Mi nombre es Víctor y soy alcohólico”.

Llegué a Alcohólicos Anónimos después de haber perdido familia y de haber perdido trabajo.

“Mi nombre es Miguel Ángel y soy alcohólico”.

“Mi nombre es Miguel Ángel y soy alcohólico”.

“Mi nombre es Jesús y soy alcohólico”.

Me fue transmitido el mensaje de Alcohólicos Anónimos cuando yacía en la cama del Hospital General vomitando sangre y sintiendo que moría.

Esta información la recibí a mi llegada a Alcohólicos Anónimos y cada frase encontraba un rechazo en mi mente, quería convencerme de que era distinto de las personas que allí se encontraban reunidas. Yo no había perdido familia, yo no había perdido trabajo, yo era un buen hijo, un buen esposo, un buen padre. ¡Yo no era alcohólico!

El alcohólico defiende su enfermedad a las gradas de la locura y de la muerte. Tuve que asistir a algunas juntas más para poder tomar conciencia de que, cuando menos, yo ya no podía beber. El temor a la muerte, el temor a la angustia, el miedo a todo y a nada, me hicieron quedarme en Alcohólicos Anónimos.

Poco a poco se va experimentando el cambio de manera de ser, de pensar y de actuar dentro de Alcohólicos Anónimos. Es, precisamente, la superación consciente de la dualidad en conflicto entre lo luminoso y lo tenebroso, la aceptación y afirmación de la propia personalidad en toda su humana plenitud de tendencias contrarias e irreconciliables, inevitablemente coexistentes en un trágico dinamismo psíquico que el alcohólico vive en su guerra interior, lucha permanente entre sus antagonismos anímicos y su yo real, hasta alcanzar lentamente la plena conciencia de sí mismo.

Solamente aquel ha que experimentado en su propia vida el sufrimiento de la enfermedad del alcoholismo, solamente aquel que ha vagado en la noche tormentosa del insomnio y de la angustia de cada amanecer que siguió a esa noche, solamente el que ha logrado vivir y comprender su propio sufrimiento puede transmitir su vivencia agónica y sembrar la esperanza en otro que como él, igual que él, idéntico a él, está viviendo su propio sufrimiento. Fue necesario que un ex borracho me hablara de su verdad para que yo viera y comprendiera el alcance de mi propia verdad. Reconozco mi impotencia frente al alcohol y que mi vida había llegado a ser ingobernable.

¿Cómo trascender mi propio pensamiento? ¿Cómo lograr que una mente atormentada por años de sufrimiento aceptara la derrota frente al alcohol y tal vez la derrota frente a la propia vida, cuando aquello que conscientemente he aceptado es seguido por la rebelión de todos los instintos? ¿Cómo contener esa sucesión de imágenes que me acobardan y que me angustian y que me impiden tomar conciencia de que soy un alcohólico y de que solamente mi propia derrota podría traer la redención? ¿Cómo salir de esa cárcel de egoísmo que me hizo cargar durante años una personalidad llena de sufrimiento y conmiseración?

¿Cómo dejar de sentir miedo ante el ser humano, miedo ante el mundo, miedo ante la vida? ¿Cómo salirme de mí mismo para descubrir los nuevos matices y el nuevo significado que promete para mi vida Alcohólicos Anónimos? ¿Cómo ver y contemplar el cuadro prodigioso de la recuperación de otros alcohólicos y experimentar en mí mismo la desaparición del abatimiento y la desolación? ¿Cómo hacer que renazca la fe en un espíritu yerto? ¿Cómo hacer que florezca el amor en un campo estéril? ¿Cómo guiar una vida que nunca supe guiar? Ante esta dolorosa realidad, ante este convencimiento, tenemos que descubrir que sólo un Poder Superior a nosotros sería capaz de devolverme el juicio. El alcohólico que no es capaz de dar a otros lo que tan generosamente se le ha dado, degenera y muere.

En la calle de Amsterdam pardeaba la tarde. Dentro de mí comenzaba a latir la esperanza de encontrar el sano juicio, de encontrar una vida diferente, de encontrar una etapa de paz. En el noveno piso de un edificio de esta calle se hallaban Guillermo, Rodolfo, Édgar y Héctor. Habló el primero: “He sentido la inquietud de abrir un grupo que sesione las 24 horas del día con juntas de hora y media. Sé que es una experiencia nueva, que habrá críticas. Quise comunicarles a ustedes esta inquietud e invitarlos a participar en ella”.

Muy cerca, en la esquina de Niza y Reforma, estaba el bar que había sido de mi preferencia. Aquel que había recogido mi extravío y había sido mudo testigo de mi fantasía y de mi sufrimiento, el lugar en donde recibí muchas veces el amanecer luminoso envuelto en una nebulosa de alcohol. todas las calles circundantes me habían acompañado con su silencio en un vagabundear inacabable, en busca de algo que no encontraba, en busca de la nada. Muchas ocasiones, en las álgidas horas de la madrugada, deseaba dejar de beber, y arrastré mi impotencia por lograrlo y una culpabilidad aterradora.

Tú no eres culpable, eres responsable.

¿Qué enfermo es culpable de su enfermedad?

El borracho, con su muerte, ha hecho florecer el bordón con que apoyaba su paso lento y doloroso, su caminar incierto.

Comprometido con la muerte, compromete dentro de Alcohólicos Anónimos el vivir de todos con su vida.

Despertamos los solitarios con el sentimiento vivísimo, como claro es a la inteligencia humana, que sin amor, sin el amor a nuestros hermanos, sin la solidaridad con el prójimo, hemos estado enterrados en vida, pudriéndonos a cada instante en el ser de nuestra existencia, asesinando nuestro tiempo, ajenos a la única ética que lo vivifica y lo hace nuestro: el amor. El alcohólico tiene necesidad de amar, necesidad de entregar todo para no sufrir con su propia compañía, necesidad de ser humilde. Sólo quien ha vivido en la obscuridad está dispuesto a concebir otro estado de cosas, a buscar la luz que puede hacer nítidas las entrañas de nuestras almas.

Es una mañana como todas las mañanas –que para el alcohólico es una mañana nueva y única- ocurre el nacimiento de una fuente de vida en la colonia Condesa. En la esquina de Juanacatlán y Gómez Palacio surge la esperanza del irredento, la cura del soberbio, el bálsamo lenitivo del egoísta: nace el Grupo 24 Horas de Alcohólicos Anónimos.

Como en toda experiencia nueva, como en toda nueva aventura, en el nacimiento del Grupo 24 Horas de Alcohólicos Anónimos, no medió ningún antecedente, no medió ninguna experiencia semejante, sino simplemente la necesidad de algunos alcohólicos anónimos de servir y de ayudar a las personas que víctimas de su alcoholismo deambulaban por las calles al borde de la locura y de la muerte. ¿Quién descubre, quién sabe, quién inventa el sufrimiento de un alcohólico? ¿Quién, en ese mundo interno, fascinante y terrible en donde se conjugan todos los infiernos y tal vez todos los cielos, es capaz de conocer a fondo el alma atormentada de un ser humano que escapa cotidianamente de su realidad? ¿Qué horario puede funcionar para alguien que ha perdido su propio horario? ¿Qué rumbo puede funcionarle a quien ha perdido su propio rumbo.