A pesar de que estaba tratando sinceramente de seguir el programa de A.A., el deseo de embriagarme regresó, y tuve que luchar contra él constantemente. Al leer los pasos, la frase “Dios, tal como lo comprendemos” me molestó. Esa gente tenía algo que yo era incapaz de comprender. Nunca había sido capaz de comprender a Dios, y aún no lo soy.

Un miembro de los más antiguos usó la metáfora de la electricidad, que después encontré en el libro Alcohólicos Anónimos: “Una persona que entra en un cuarto oscuro no se preocupa por comprender la electricidad. Solamente busca el interruptor y enciende la luz”. Podemos encender el interruptor de la espiritualidad simplemente pidiéndole cada mañana a Dios otro día de sobriedad y agradeciéndole por la noche haber permanecido hermosamente sobrios otro día. Me dijo: “Hazlo mecánicamente si no lo crees en verdad. Pero hazlo diariamente. Probablemente no hay nadie que comprenda los maravillosos caminos del Poder Superior, y no necesitamos hacerlo. El nos comprende”.

Así, de esa manera recé cada noche y cada mañana. Algunas veces lo sentía; otras no. Un sábado en la noche mi “carga” de autoconmiseración me resultó ya muy pesada, y me derrumbé. Aquí estaba, con dos meses sin beber, tratando con ahínco de trabajar en el programa. Siendo tan honesto que me dolía. Continuamente reprimiendo el deseo físico de una copa. ¿Y qué había conseguido? Nada. Vivía solo, trabajaba en un empleo que desdeñaba y ganaba apenas lo suficiente.

¡Al infierno con todo! ¡Era justo que me emborrachara! Yendo hacia la zona que había frecuentado durante la última etapa de mi bebida en bares, di inconscientemente giros equivocados por tres veces en otras tantas esquinas, en calles que conocía tan bien como usted conoce el cuarto en que duerme, y terminé frente a un local de A.A. Me encontré ante la puerta antes de que me diera cuenta de que había equivocado el camino.

“Bien”, pensé. “Entraré y les diré adiós”. La reunión fue tan buena que borró completamente la idea del peregrinaje por los bares.

Cuando entré en mi apartamento y le di un golpecito al interruptor para encender la luz, otra luz se hizo en mí. ¡Una luz dentro de mi terco cerebro! Esa noche agradecí fervientemente al Dios que no comprendo por tomar el completo control de mi mente el tiempo suficiente para entregarme en manos de mis amigos de A.A. salvándome, de este modo, de ser “uno más de tantos borrachos”. Ahí llegué a creer que Dios podía y haría por mí lo que ningún otro ser humano. Desde esa vez, no he tenido el deseo de una copa de alcohol. Desde entonces, he llegado a creer que cualquier cosa que sea apropiada para una vida mejor se hace posible viviendo diariamente en la forma de A.A. con la ayuda de un Dios comprensivo, al cual todavía no comprendo.

Alcohólicos Anónimos, Llegamos a creer… (Cap. 4: “Liberación de la obsesión”)