Pasado un rato, Bill dijo: “Has estado hablando mucho; deja que hable yo unos minutos”. Después de escuchar un poco más de mi historia, se volvió hacia el Dr. Bob (creo que no sabía que lo oía): “Bueno, me parece que vale la pena trabajar con él y salvarle”. Me preguntaron: “¿Quieres dejar de beber? Tu beber no es asunto nuestro. No estamos aquí para tratar de quitarte ningún derecho o privilegio tuyo; pero tenemos un programa a través del cual creemos que podemos mantenernos sobrios. Una parte de este programa consiste en que lo pasemos a otra persona, que lo necesite y lo quiera. Si no lo quieres, no malgastaremos tu tiempo, y nos iremos a buscar a otro”.

Luego, querían saber si yo creía que podía dejar de beber por mis propios medios, sin ayuda alguna; si podía simplemente salir del hospital para no beber nunca. Si así fuera, sería una maravilla, y a ellos les agradaría conocer a un hombre que tuviera tal capacidad. No obstante, buscaban a una persona que supiera que tenía un problema que no podía resolver por sí misma y que necesitara ayuda ajena. Luego me preguntaron si creía en un poder superior.

Eso no me causó ninguna dificultad, ya que nunca había dejado de creer en Dios, y había tratado repetidas veces de conseguir ayuda, sin lograrla. Luego me preguntaron si estaría dispuesto a recurrir a este poder para pedir ayuda, tranquilamente y sin reservas.

Me dejaron para que reflexionara sobre esto, y me quedé echado en mi cama del hospital, pensando en mi vida pasada y repasándola. Pensé en lo que el alcohol me había hecho, en las oportunidades que había perdido, en los talentos que se me habían dado y en cómo los había malgastado, y finalmente llegué a la conclusión de que, aunque no deseara dejar de beber, debería desearlo, y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para dejarlo.

Estaba dispuesto a admitir que había tocado fondo, que me había encontrado con algo con lo que no sabía enfrentarme solo. Así que, después de meditar sobre esto, y dándome cuenta de lo que la bebida me había costado, acudí a este Poder Superior, que para mí era Dios, sin reserva alguna, y admití que era impotente ante el alcohol y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para deshacerme del problema. De hecho, admití que estaba dispuesto, de allí en adelante, a entregarle mi dirección. Cada día trataría de buscar su voluntad y de seguirla, en vez de tratar de convencer a Dios de que lo que yo pensaba era lo mejor para mí. Entonces, cuando volvieron, se lo dije.

A.A., Alcohólicos Anónimos