Julia (se unió a A. A. A los 20 años)

 “Llegué a la conclusión de que me estaba volviendo loca.”

 

Beber me produjo varias resacas y algunos lapsos de memoria, los cuales yo atribuía a mi depresión y mis trastornos emocionales. En varias ocasiones, también experimenté temblores incontrolables. Supuse que esto se debía a algún mal cardiaco -a los 18 años-. Al darme cuenta de haber entrado en un círculo vicioso, traté de ocultar mis temores bebiendo aún más. […] Durante esos meses, mis borracheras “alegres y festivas” empezaron a convertirse en depresiones suicidas. Esto lo atribuí a no beber la marca apropiada, así que seguía experimentando con cualquier cosa que tuviera alcohol. Pero siempre acababa como una borracha sensiblera, llorona, solitaria y apestosa. Mis temores aumentaron, así como mis lapsos de memoria, y mi “mal cardiaco” empeoró.

Tras consultar con otros dos psiquiatras, llegué a la conclusión de que me estaba volviendo loca. Sabía que algún día me derrumbaría por completo. No tenía el valor de suicidarme […] Las lagunas mentales empezaron a agradarme, porque no eran más que una señal de que el fin se encontraba cercano. Mi mayor problema era conseguir suficiente alcohol, pastillas o ambas cosas para arreglármelas hasta el colapso final.

Pero mi depresión nerviosa no progresaba con suficiente rapidez, así que al año siguiente fui a ver otro psiquiatra. Si tan siquiera él pudiera ayudarme hasta que cumpliera 21 años -¡aún faltaba un año y medio!-. Seguí viendo a este médico porque me daba pastillas gratis. Sin que él lo supiera, yo tenía otras fuentes. Luego llegó el día terrible en que me dijo, “Para la persona normal, estas pastillas no son adictivas. Pero para ti, con tu personalidad adictiva, sí lo son”. Había mencionado antes el alcoholismo, y ahora hablaba del valor, la fortaleza y la ayuda que la gente de Alcohólicos Anónimos obtenían unos de otros.

La idea de que yo fuera alcohólica era, por supuesto, absurda. No obstante, por temor a que se acabara mi provisión gratuita de pastillas, y para aliviar las presiones familiares, asistí a una reunión de Alcohólicos Anónimos. Me impresionaron la amabilidad, sinceridad y la franqueza de la gente. Les oí contar sus historias de cárceles y alucinaciones, y me dije que sin duda me uniría a ellos si algún día me encontrara tan mal. Seguía creyendo que tenía un problema mental, no alcohólico. Y empecé otra vez a beber. […] Observaba a otros en los bares, y silenciosa y desesperadamente gritaba, “¡No, no soy alcohólica!” o “¡No estoy tan mal!”.

Finalmente me encontré en un cuarto de un hotel barato, con píldoras, vino, vodka y ginebra. Una muchacha de 20 años, tirada en el suelo vomitando en una caja de zapatos, demasiada enferma para llegar hasta el baño. Otra vez la muda petición de socorro. Y, esa vez, las alucinaciones. Pero con la ayuda de una residente no alcohólica del hotel, logré por fin volver a Alcohólicos Anónimos. […] Ahora muchos de mis amigos de A.A. son de una o dos generaciones anteriores, pero no hay separación. A.A. tiene cabida suficiente para todos. Cada generación contribuye a A.A. con sus propios dones, talentos y pensamientos. Cada una aporta sus propias ideas y creencias. Todos tenemos nuestra enfermedad común del alcoholismo, nuestro libre albedrío y el derecho de practicar los principios de A.A. tal y como cada quien los entiende.

 

Alcohólicos Anónimos, Los jóvenes y A.A.