Tenía 65 años cuando llegué a Alcohólicos Anónimos —algo más tarde que la mayoría de los nuevos—, después de decidir que tenía que dejar de beber o iba a terminar mis años dorados como una madre y una abuela borracha. Yo era una típica ama de casa borracha de aspiraciones burguesas. El alcohol debía de haber estado interfiriendo en mi vida y causándome problemas desde hacía muchos años; pero no me di cuenta de lo que estaba pasando hasta unos cinco años antes de llegar a la comunidad de A. A.

Me crié en un hogar alcohólico. Al llegar a la edad de 16 años, ya había dejado la escuela, y estaba casada. En aquellos tiempos, llevábamos una buena vida. No bebía porque no teníamos bebidas alcohólicas. Era simple. No puedo decir exactamente cuándo crucé la línea, ni tampoco recuerdo cuándo comencé a beber furtivamente.

Puede que mi beber afectara más a mi hijo menor, David. Empezó a consumir drogas, y eso me dio un buen pretexto. Nuestro hijo estaba tan enfermo como yo, y mi marido se encontró atrapado entre nosotros durante 19 infernales años. David resultó ser otro tipo de mensajero. Asistía a una clínica de metadona, donde conoció a una mujer que era miembro de A.A. Aquí estaba este drogodependiente diciéndole a su madre que debía hablar con una señora alcohólica recuperada. Así que cogí el autobús y fui a hablar con ella. Me dio una copia del libro Alcohólicos Anónimos. Esa misma noche, ella y su madrina me llevaron a mi primera reunión de A.A. Todo eso ocurrió cinco años antes de que estuviera lista para dejar de beber. Parecía que estaba lista para escuchar, pero no para hacer el trabajo. Solía volver a casa después de las reuniones y ponerme a beber.

Aunque me llevó mucho tiempo reconocerlo, la evidencia era bastante obvia. Bebía diariamente, y sabía que tenía un problema grande. Una noche, al salir a cenar con mi marido, me fui tambaleando hasta el coche, y le dije, “Tengo que ir a un centro de tratamiento.” Se dispuso todo para que así lo hiciera. No recuerdo mucho lo que pasó. Sólo sabía que tenía que ir.

Dada de alta del centro, volví a asistir a las reuniones de A.A., pero tenía todavía la sensación de no pertenecer. Me decía que todos me estaban mirando a mí, una viejecita tan amable. Me sentía muy desgraciada; no sabían nada de mí, porque no estaba dispuesta a decirles nada. Yo era una sabelotodo que iba alejándose poco a poco. No pasó mucho tiempo antes de que tomara una copa.

Me llevó tiempo entender que tendría que dar si quería sobrevivir en el programa. Me es importante no sentarme con los brazos cruzados, sino hacer algo —y el trabajo de servicio de Alcohólicos Anónimos me da esta oportunidad—. A través del servicio, he conocido a mucha gente maravillosa. Mis nietos saben que soy una alcohólica y procuran que su abuelita tenga su refresco o su agua con hielo. Al principio, me preocupaba que lo supieran, hasta que me di cuenta de que yo no quería ser una madre o una abuela borracha. Ahora soy bisabuela, y de alguna forma ser una bisabuela borracha habría sido peor.

 

Alcohólicos Anónimos, A.A. para la mujer