Antes de mi reclusión en un centro antialcohólico, había vivido un periodo seco en A.A. Ahora sé que había ido a Alcohólicos Anónimos para salvar mi matrimonio, mi trabajo y mi salud, aunque nadie hubiera podido convencerme en esa época de que las metas que me guiaban en A.A. no eran las apropiadas. En siete meses, mi hígado descansó, y me emborraché durante seis semanas, con el desenlace de mi reingreso al centro de recuperación.

La octava noche supe que estaba muriéndome. Estaba tan débil que difícilmente podía respirar. Lo hacía en pequeñas boqueadas, bastante espaciadas entre sí. Si me hubieran puesto una copa a tres centímetros de la mano, no habría tenido fuerzas para agarrarla. Por primera vez en mi vida estaba arrinconado en una esquina en la que no podía pelear, ni engañar, mentir, robar o comprar mi manera de salir de ahí. Estaba en una trampa. Por primera vez en mi vida proferí una oración sincera: “Dios mío, por favor ayúdame”. No regateé, ni le sugerí cómo o cuándo iba a ayudarme.

Inmediatamente me llegó paz y tranquilidad. No hubo la luz de un relámpago o el choque de un trueno, ni siquiera una pequeña voz. Estaba asustado. No sabía qué me había sucedido. Pero fui a acostarme y dormí toda la noche. Cuando me desperté a la mañana siguiente, me sentía fresco, fuerte y hambriento. Pero la cosa más maravillosa fue que, por primera vez en la vida, esa oscura y misteriosa nube del miedo había desaparecido. Mi primer pensamiento fue escribirle a mi esposa sobre esta experiencia, y lo hice. ¡Imagínenme capaz de escribir una carta después de la situación en que me encontraba la noche anterior!

Estoy seguro de que algunos clasificarían esta experiencia como un ejemplo de “déjalo pasar y déjaselo a Dios”. ¡Pero no para este terco sujeto! Me había agarrado a la punta de un delgado hilo de mi voluntad hasta que se reventó, y entonces fui agarrado por Dios. Tuve que rendirme impotente, como un hombre que se está ahogando y pelea con el que trata de salvarlo.

Regresé a Alcohólicos Anónimos, pero fui renuente por largo tiempo a contar mi experiencia. Temía que nadie me creyera y se rieran de mí. Más tarde me enteré de que otros habían tenido experiencias similares.

Una experiencia espiritual, creo, es lo que Dios, tal como cada quien lo conciba, hace por un hombre, cuando el hombre está totalmente impotente de hacerlo por sí mismo. Un despertar espiritual es lo que un hombre hace por medio de su buena voluntad para que su vida sea transformada, siguiendo un programa ya comprobado de crecimiento espiritual, y ésta es una aventura que nunca finaliza.

Alcohólicos Anónimos, Llegamos a creer… (Cap. 2: “Experiencias espirituales”)