En los no lejanos días de mi pasado de borrachera, cuando mis movimientos estaban fallando y la conciencia estaba desvaneciéndose, siempre me las arreglaba para poner cuando menos una rodilla en el suelo antes de derrumbarme en la cama. Este gesto era acompañado por un susurro: “Dios mío, estoy marcando tarjeta. Estoy borracha”. Estoy diciendo esto no para obtener aplausos por haber conservado un vestigio externo de la fe que conocí cuando niña, sino porque quiero mostrar lo profundo que se atrinchera un símbolo aun después de que ha perdido todo su significado.

Cuando mi vida misericordiosamente giró por completo y eché mi suerte con A.A., porque no podía hacerlo más que en esa forma para sobrevivir, una nueva oración reemplazó a la antigua. Monótonamente, casi cada momento en que estaba a solas, repetía: “Dios mío, por favor, devuélveme la cordura”.

Y finalmente la respuesta comenzó a llegar. Un yo cuerdo fue una chispeante revelación. Siendo capaz de mirar a la parte de mi vida “que yo era” con una mirada hacia dentro libre de nubes intermedias, me sentí como si fuera una clarividente. Estaba mirando dentro de la vida de alguien que en realidad nunca había conocido, aunque sabía todas las cosas que habían sucedido en su vida. Mi comprensión no es tan profunda como para entender el cómo o el porqué, pero ahora puedo al menos ver los lineamientos de esa vida.

Desde que sucedió mi pacífico milagro, cuando felizmente encontré que no necesitaba ni quería una copa, he continuado orando. Ahora digo divertidas, personales, oraciones, como una que es parte de una canción pidiendo que haya paz en la tierra, y que empiece conmigo. La mayoría de mis oraciones son breves acciones de gracias por algún favor y por hacerme detener a que piense antes de actuar o reaccionar. Mis relaciones con Dios, tal como cada quien lo conciba, han madurado, como las de cualquier niña pueden hacerlo normalmente con su padre terrenal; ahora aprecio más su bondad y sabiduría.

 

Alcohólicos Anónimos, Llegamos a creer… (Cap. 3: “Oración”)