Son pocos los alcohólicos en A.A. que tuvieron que pagar lo que yo pagué para hacerme miembro: el encarcelamiento. Como consecuencia de mi batalla con la botella, acabé en una prisión estatal, donde tuve mi primer contacto con Alcohólicos Anonimos. Allí, todavía en prisión, llegué a darme cuenta de que no tenía que seguir bebiendo y que, por medio de los doce pasos sugeridos, mi vida podría ser rehabilitada.

Al ser puesto en libertad condicional, me enfrenté a la vida con una nueva y optimista perspectiva en lo que concernía al problema que tenía con la bebida. No obstante, casi al mismo tiempo, se me presentó otro problema, ser tildado de ex convicto. La gente simplemente no toma en consideración el largo camino de circunstancias –en mi caso el alcohol– que conduce a la prisión. Pero en los grupos de A.A., los miembros me aceptaban. Pedirme que hablara en las reuniones enriquecía mi humildad.

Después de contar mi historia muchas veces en las reuniones de A.A., con toda honestidad, ningún miembro de A.A. me ha manifestado ningún prejuicio. El caluroso apretón de manos con el que se cierran las reuniones me da el sentimiento de pertenecer. Esta es mi gente; estos son mis amigos (y verdaderos amigos). Nunca me echan en cara la palabra “ex convicto”. No soy sino otro enfermo alcohólico intentando vivir, con la gracia de Dios, el programa de Alcohólicos Anónimos en plazos de 24 horas.

En el Grupo me siento en casa, cómodo, porque sé que allí nadie va a señalarme. Con toda humildad, doy gracias a Dios, tal como yo lo concibo, por los fieles amigos que me ha dado a mí, un ex preso, en Alcohólicos Anónimos.

 

Alcohólicos Anónimos, A. A. en prisiones: de preso a preso.