Había estado encarcelado varias veces en el pasado, pero esta vez era diferente. Las últimas palabras del juez fueron: “Voy a sentenciarle a una condena indefinida en una institución para reclusos enfermos mentales. A propósito, tienen un buen programa de A.A.”. Tengo que admitir que olvidé sus palabras hasta una semana más tarde, cuando oí a uno de los reclusos pedir que le abrieran la puerta del pabellón para asistir a la reunión de Alcohólicos Anónimos.

Me gustó la primera reunión. Vi alguna gente de fuera, y las mujeres no estaban mal. El café era bueno y sortearon cigarrillos. ¿Qué más podía pedir que “salir de noche” los viernes y sábados? Ya que iba a pasar un buen rato allí, más valía hacer mi estancia lo más cómoda posible. Tras asistir a algunas reuniones, empecé a prestar atención, ya que quería algo de lo que tenía esa gente: libertad, tranquilidad, dinero, prestigio, mujeres. Seguí asistiendo, leí Alcohólicos Anónimos, y empecé a meterme un poco al programa y a integrar algunos de los principios en mi vida carcelaria. Tuvo su recompensa. Tras dos años, me concedieron la libertad condicional.

En cuanto me encontré en la calle, todo comenzó a derrumbarse. Me habían dicho repetidas veces que al ser puesto en libertad, pasase lo que pasase, debía ponerme en contacto con A.A. Pero estaba tan ensimismado y absorto en todo lo que acontecía alrededor mío que no tenía tiempo ni siquiera para pensar en A.A. Tenía cosas más importantes que hacer. Oscilaba entre sentimientos de alegría por estar al fin en libertad y temor a volver a enfrentarme con el mundo.

Sentado en el sofá, veía televisión, acosado por un vago impulso de salir, divertirme. Comía dulces o caramelos, porque recordaba que alguien había dicho que con el azúcar me las arreglaría para no beber. ¡Qué solo me sentía! Tal vez pudiera beber un refresco en un bar. ¿Pero me preguntarán quién soy? ¿O ya lo sabrán? Así que no salía de casa.

Tres días después asistí a mi primera reunión “de fuera”, lleno de temor, avergonzado, convencido de que no les gustaría. Me preguntaba qué pensarán de mí, un ex preso. ¿Debía decirles que soy principiante? De alguna forma, con toda la confusión que sentía, logré trasladarme en coche a una reunión. Lleno de inquietudes, entré en la sala. Me dieron la bienvenida, y eso me hizo sentirme bien. Cuando me tocó hablar, dije: «Mi nombre es… y soy un alcohólico agradecido”. Puedo recordar que algunos de los miembros me decían que todo estaba bien, y lo estaría, pasara lo que pasara. Y me pidieron: “Por favor, vuelve a reunirte con nosotros”.

Asisto a las reuniones de A.A. Me encanta. Participo en casi todos sus aspectos. Desde que fui puesto en libertad, he encontrado en Alcohólicos Anónimos la gracia de Dios y a centenares de queridos amigos. El único cambio que habría hecho sería haberme puesto en contacto con A.A. con menos demora. Pero mi Poder Superior me guiaba por un terreno peligroso. Logré atravesarlo, y aprendí lo suficiente como para poner la lección por escrito para hacer saber a otra persona que todo estará bien.

Alcohólicos Anónimos, A. A. en prisiones: de preso a preso.